"Hasta ahora, los filósofos han tratado de comprender el mundo; de lo que se trata sin embargo, es de cambiarlo" Karl Marx

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domingo, 7 de agosto de 2011

Gabriel Garcia Marquez, el Muro de Berlín y predicciones

García Márquez le pifió a la predicción por unos añitos, cuatro, para ser específicos: “Se ha calculado que si estalla una guerra, Berlín durará 20 minutos. Pero si no estalla, dentro de cincuenta años, cuando uno de los dos sistemas haya prevalecido sobre el otro, las dos Berlines serán una sola ciudad. Una monstruosa feria comercial hecha con las muestras gratis de los dos sistemas”. Pero por algo Gabo es Gabo y no Vargas Llosa: hizo la profecía en 1957, cuatro añitos antes, también, de que en la madrugada del 13 de agosto de 1961 una serie de camiones militares recorrieran Berlín dejando a su paso soldados y rollos de alambre de púas.
Camiones descajetados por décadas y décadas de uso. Alambre oxidado y reciclado luego de 40 años de quita y pon. Soldados mal vestidos y peor comidos: símbolos todos, al fin y al cabo, de aquella Alemania Oriental. O como le decían al por entonces laborioso cronista/turista ocasional Gabriel García Márquez algunos estudiantes con los que se cruzaba en la Avenida Stalin (patético cambalache que continuaba la Unter Den Linden occidental después de la temeraria “cortina de hierro”, como la prensa monopólica llamaba sembrando pánico en el mundo entero a ese palo pintado de rojo y blanco atravesado a la sanfasón en la puerta de Brandemburgo): “La revolución no se hizo en Alemania. La trajeron de la Unión Soviética en un baúl y la pusieron acá sin contar con el pueblo”.
La cosa fue que, cuando ese 13 de agosto se hizo día, la ciudad estaba dividida en dos. Del lado oeste, la Berlín de los soldados norteamericanos e ingleses paseando en Mercedes Benz, de los empresarios dándose el atracón de la plusvalía y de los empleados creyendo lo que los medios vendían como el paraíso de las posibilidades. Del lado este, la Berlín de los soldados rusos hartos de lejanía y vodka malo, de los funcionarios gobernando en base a telegramas llegados de Moscú y de los obreros que no entendían ese insalvable embrollo de no poder hacerse una huelga a sí mismos.
Pronto, demasiado pronto, el alambre dio paso a los ladrillos, a las vallas electrificadas y a los fusiles que apuntan para ambos lados. Al muro, para decirlo todo.
Cuentan los estudiosos de la “prensa libre” que, entre 1949 (ahí nomás después de la guerra) y ese 13 de agosto de 1961, una cifra cercana a los tres millones de personas cruzaron de la República Democrática Alemana a la Alemania Federal. La cifra, alarmante, por cierto, es incomprobable. Nadie se preguntó cuántas veces cruzó la misma persona oriental sedienta de abrazos y otras intoxicaciones para visitar a sus amigos occidentales y cerveceros, ni cuántas veces una muchacha enamoradiza de acá se reunió con su pareja anhelante de allá. Tampoco, por supuesto, se llevó el cálculo de cuántos cruzaron a la inversa: la “prensa libre” es bastante reacia a mostrar los números de aquello que ellos mismos sancionan como locura.
Hubo uno y otro lado ese 13 de agosto de 1961. El democratísimo John Fitzgerald Kennedy, mandamás por entonces de los Estados Unidos, llamó al muro “una solución poco elegante, aunque mil veces preferible a la guerra”. Y se quedó de un lado. El premier británico Harold Macmillan dijo que era una manera de frenar el flujo de refugiados y atrincherarse detrás de un grueso telón de acero: “Nada ilegal”. Y se quedó del mismo lado que su par norteamericano.
Los oficiales belgas que en enero del ’61 habían capturado al primer ministro de la República Democrática del Congo, Patrice Lumumba, para entregarlo a las fuerzas separatistas de Katanga que comandaba el carnicero Moise Tshombe, dijeron que el líder anticolonialista se quiso escapar. Después de los cinco tiros en la espalda, reflexionaron para la prensa amiga: “De todos modos, Lumumba era malo para el gobierno”. Y se pararon de un lado del muro para leer los diarios mientras el Congo seguía su guerra civil.
El ruso Yuri Gagarin, que en abril de ese 1961 había sido el primer hombre (y encima, dicen, comunista) en el espacio, pensó que quizás, achinando bien los ojos, el muro podía verse desde allá arriba. Pero supo que no lo iban a mandar de nuevo para corroborarlo después de que Nikita Jruschov le ganara de mano y declarara: “Dijo Gagarin que no vio a ningún dios allá en el espacio”. De todos modos, hombre acostumbrado a mirar, se quedó de un lado del muro.
Del mismo lado se pararon los cubanos orgullosos de serlo que el 17 de abril echaron a los 1.500 cubanos miedosos de ser cubanos y que, armados por los Estados Unidos, quisieron entrar por la Playa Girón de Bahía de Cochinos para que Cuba dejara de ser Cuba. Y leyeron, de ese lado del muro, las nuevas declaraciones de Kennedy a la “prensa libre”, pidiendo perdón al mundo pero solamente por la mala organización de la torpe aventura.
En ese 1961, mientras Hemingway, de un lado del muro, cansado y deprimido tomaba su rifle en la casona de Ketchum, Idaho, colocaba la punta del cañón sobre su boca y dejaba de escribir para siempre, en el sur del sur, de un lado del muro, Ernesto Sábato posaba, triste, para las fotos que le sacaban ante la aparición de su nuevo libro, Sobre héroes y tumbas.
Era el mismo muro, de un lado y del otro. Y era 1961 cuando Frantz Fanon, con heridas de bala en la espina dorsal a causa de un atentado, escribía: “La descolonización siempre es un fenómeno violento. Y la violencia es una fuerza purificadora. Libera al nativo de su complejo de inferioridad, de su desesperanza, de su pasividad. Lo hace valiente y restablece su autoestima”. Parte fundacional del Frente de Liberación Nacional de Argelia, argelino que quiere sacarse a Francia de encima, Fanon hacía gritar Los condenados de la tierra, y se paraba de un lado del muro.
Y de un lado y del otro del muro, los espectadores de los cines de Nueva York concordaron: no tenía la imperfecta perfección de Marilyn Monroe, ni la exuberancia de Anita Ekberg, ni las tetas gloriosamente italianas de Sofía Loren, ni las piernas de Marlene Dietrich, ni la voluptuosidad de Monica Vitti, ni la fantástica belleza de Claudia Cardinale. Pero, de un lado y del otro del muro, comprendieron que esa belga llamada Audrey Hepburn seducía con su personaje de Holly Golightly más que todas ellas juntas. De un lado del muro, acosado por las censuras de la censura, el director Blake Edwards cambió la verdadera profesión que Truman Capote le había dado en su libro a Holly y la hizo más modosita y bastante menos puta en su película Desayuno en Tiffany’s. Pero, del otro lado del muro, la mirada de la Hepburn lo decía todo, lo mostraba todo, y ponía a todos los que se cruzaban con sus ojos, de uno y otro lado del muro, al borde del orgasmo más ansiado en la historia del cine. Después, como quien no quiere la cosa, se daba una vueltita por Woolworth para robarse alguna chuchería, aceptaba regalos con cara de colegiala, cantaba “Moon river” en una escalera de incendios y caminaba, del otro lado del muro, buscando a su gato en medio de una gloriosa lluvia que la lamía para envidia de la ferviente platea.
Una lluvia que el 13 de agosto de 1961 mojó por igual un lado y otro del muro, haciendo que quienes estaban de uno y otro lado abandonaran la lectura y plegaran los diarios de la “prensa libre” para tratar de protegerse. Un muro que estaba condenado desde su origen a ser derrumbado, aunque la realidad siempre consistió, y seguirá consistiendo, en saber de qué lado se para cada uno.

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