Facundo es del sur. Del sur de la patria, que no son exactamente los pies helados que tocan con los dedos las aguas polares.
Es del sur de la tierra, del sur de los polvorines, del sur de los márgenes, derramados de sangre y rosas marchitas y piel oscura, de piercing en la boca y cumbia desangelada, de fumos venenosos en la esquina con la cabeza que se quiebra como cristal, de gendarmes que bajan como para la guerra, de futuro que se corta en el zanjón, de mirada que termina en el paredón de la fábrica en ruinas. Donde el afiche del candidato rojo oculta la C del nombre de mujer que se estira hasta doblar la esquina y se inconcluye en la chapa que no soportó la tormenta.
Facundo tiene miles, decenas de miles de compañeros que se apilan en el sur. Con la piel anochecida y los ojos chinos. Puestos en la vida sin para qué. Tironeados por el abismo, tentados por la alucinación de un instante que les perfora la nuca. Desangrados por la flojedad de los gatillos policiales. Amontonados en los calabozos. Empujados a buscar lo que no hay en estado de furia y de ceguera.
Anoche andaban sueltos los facundos en las venas abiertas del conurbano. Donde se apila casi el 30 por ciento de los que eligen en el país. Donde ganan los que ganan y pierden los que pierden.
Andaban sueltos anoche con las capuchas a la altura de la frente, los vecinos cerrando las persianas y la gendarmería en guardia.
Andaban arrancando las lenguas caídas de los afiches, dibujando bigotes en los brillantes rostros femeninos de las fotos, prendiendo fasos con las boletas celestes, naranjas, verdes, hechas bollos en la calle.
Andaban los facundos buscando calle, buscando vida en el arrabal de esta historia, que es también el arrabal de un país brutalmente dual. Donde los jóvenes se vuelcan a la política en centenares de miles para defender la revolución desde un modelo oficial que los separa prolijamente de los pibes facundos que le hacen el aguante al abandono, al olvido, al pasado expulsivo y al futuro que ya llegó y es éste, el lugar de la tierra en el sur, donde pierden los mismos siempre. Y los que ganan, miran hacia el brillo y dejan la noche oscura donde debe estar. Con la luz apagada. Para que llegue la policía y barra con palo y bala, sin tener que mirarlos a la cara.
Andaban anoche los facundos, que son centenares de miles, oyendo de lejos los petardos de los victoriosos, sin saber qué ni cómo ni para qué.
Cruzaban de la capital a la provincia, de las villas de la ciudad a las del conurbano, las villas que crecieron en más de un 50% en diez años. Que se alimentan como monstruos voraces con quince personas por día. Al sur bajan los facundos. Crecen de la niñez en patas por los pasillos inundados y se vuelven largos y flacos y se les caen los dientes a los quince y se les nubla la cabeza y se les gastan los pulmones. Andan sin rumbo por las arenas del mundo, con las neuronas heridas por los escasos nutrientes, por la cicuta del río, por el veneno que se respira, por el hogar de cuatro chapas.
En el bar penumbroso un televisor 29” contrasta con los dedos del hombre que se apoya en el mostrador y se rasca la cabeza. En la pantalla la mujer, que es bella, habla emocionada, agradece un triunfo arrasador y saluda cánticos que hablan de liberación.
Facundo entra, se compra un tetra con las últimas monedas y mira sin mirar.
En la vereda no hay nada. Sólo un hombre que averigua la basura minuciosamente. La voz se escucha todavía, aun desde la calle. En la bruma del conurbano.
Donde ganan los que ganan. Y pierden los que pierden. Que no son los mediocres y los siniestros que mienten desde los afiches. Son los otros. Los condenados a la derrota. Los desheredados del sur de este mundo.
Es del sur de la tierra, del sur de los polvorines, del sur de los márgenes, derramados de sangre y rosas marchitas y piel oscura, de piercing en la boca y cumbia desangelada, de fumos venenosos en la esquina con la cabeza que se quiebra como cristal, de gendarmes que bajan como para la guerra, de futuro que se corta en el zanjón, de mirada que termina en el paredón de la fábrica en ruinas. Donde el afiche del candidato rojo oculta la C del nombre de mujer que se estira hasta doblar la esquina y se inconcluye en la chapa que no soportó la tormenta.
Facundo tiene miles, decenas de miles de compañeros que se apilan en el sur. Con la piel anochecida y los ojos chinos. Puestos en la vida sin para qué. Tironeados por el abismo, tentados por la alucinación de un instante que les perfora la nuca. Desangrados por la flojedad de los gatillos policiales. Amontonados en los calabozos. Empujados a buscar lo que no hay en estado de furia y de ceguera.
Anoche andaban sueltos los facundos en las venas abiertas del conurbano. Donde se apila casi el 30 por ciento de los que eligen en el país. Donde ganan los que ganan y pierden los que pierden.
Andaban sueltos anoche con las capuchas a la altura de la frente, los vecinos cerrando las persianas y la gendarmería en guardia.
Andaban arrancando las lenguas caídas de los afiches, dibujando bigotes en los brillantes rostros femeninos de las fotos, prendiendo fasos con las boletas celestes, naranjas, verdes, hechas bollos en la calle.
Andaban los facundos buscando calle, buscando vida en el arrabal de esta historia, que es también el arrabal de un país brutalmente dual. Donde los jóvenes se vuelcan a la política en centenares de miles para defender la revolución desde un modelo oficial que los separa prolijamente de los pibes facundos que le hacen el aguante al abandono, al olvido, al pasado expulsivo y al futuro que ya llegó y es éste, el lugar de la tierra en el sur, donde pierden los mismos siempre. Y los que ganan, miran hacia el brillo y dejan la noche oscura donde debe estar. Con la luz apagada. Para que llegue la policía y barra con palo y bala, sin tener que mirarlos a la cara.
Andaban anoche los facundos, que son centenares de miles, oyendo de lejos los petardos de los victoriosos, sin saber qué ni cómo ni para qué.
Cruzaban de la capital a la provincia, de las villas de la ciudad a las del conurbano, las villas que crecieron en más de un 50% en diez años. Que se alimentan como monstruos voraces con quince personas por día. Al sur bajan los facundos. Crecen de la niñez en patas por los pasillos inundados y se vuelven largos y flacos y se les caen los dientes a los quince y se les nubla la cabeza y se les gastan los pulmones. Andan sin rumbo por las arenas del mundo, con las neuronas heridas por los escasos nutrientes, por la cicuta del río, por el veneno que se respira, por el hogar de cuatro chapas.
En el bar penumbroso un televisor 29” contrasta con los dedos del hombre que se apoya en el mostrador y se rasca la cabeza. En la pantalla la mujer, que es bella, habla emocionada, agradece un triunfo arrasador y saluda cánticos que hablan de liberación.
Facundo entra, se compra un tetra con las últimas monedas y mira sin mirar.
En la vereda no hay nada. Sólo un hombre que averigua la basura minuciosamente. La voz se escucha todavía, aun desde la calle. En la bruma del conurbano.
Donde ganan los que ganan. Y pierden los que pierden. Que no son los mediocres y los siniestros que mienten desde los afiches. Son los otros. Los condenados a la derrota. Los desheredados del sur de este mundo.
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