"Hasta ahora, los filósofos han tratado de comprender el mundo; de lo que se trata sin embargo, es de cambiarlo" Karl Marx

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miércoles, 29 de febrero de 2012

Documental denuncia robo de patrimonio literario palestino en 1948

“El gran robo de libros de Palestina” es un documental del director israelí, Benny Brunner, que denuncia como miles de libros patrimonio de los palestinos fueron saqueados por el ejercito sionista durante la Nakba en 1948 y terminaron en la Biblioteca Nacional de Israel.
“En una operación conjunta del Ejército y la Biblioteca Nacional -que entonces pertenecía a la Universidad Hebrea- se recogieron unos 30.000 libros en casas palestinas de Jerusalén Oeste y 40.000 en ciudades árabes como Haifa o Nazaret”, explica Brunner a Efe en conversación telefónica desde Amsterdam.
Según el director, que basa su cinta en una tesis doctoral del israelí Gish Amit, los bibliotecarios desecharon unos 24.000 volúmenes y se quedaron con otros 46.000.
Más de 7.000 están hoy en la Biblioteca Nacional clasificados como “Propiedad de Ausentes (AP)”, mientras que el resto “no se sabe donde ha ido a parar, pero hay evidencias de que parte habría sido incluida en la colección general”, asegura Brunner.
Entre las bibliotecas confiscadas estarían algunas de las más antiguas familias de Jerusalén, como los Sakakini, Nashasiwi o Al Huseini, que incluían joyas de la literatura islámica y árabe.
“Se ordenó cortar los lazos, hacer imposible la devolución de los libros, apropiárselos”, afirma Brunner, que añade que también se confiscaron otros documentos “como el gran archivo de periódicos de Yafa, que conservaba ediciones de los grandes periódicos árabes que se imprimían allí”.
Muchos de los dueños de los libros y sus herederos son hoy refugiados palestinos a los que Israel no permite entrar en el país, mientras que otros están en los territorios ocupados o viven en Israel y tienen ciudadanía israelí.
Es el caso de Anwar Ben Badis, residente en Jerusalén y originario de Tantura (norte de Israel), uno de los pueblos palestinos destruidos en la guerra.
Según él, su padre tiene grabadas dos imágenes que jamás olvidará: “Cómo los soldados judíos de la división Alexandrón de la Haganá se llevaron los libros de la casa familiar e inmediatamente después dinamitaron la casa”.
“En total, perdimos unos 1.600 libros, la mayoría textos sagrados. En 1991, un amigo antropólogo que estudiaba en la Biblioteca Nacional encontró tres libros con una tarjeta dentro con los nombres de mi abuelo y su hermano. Alguien los sacó de allí y nos los entregó. Ilegalmente. Igual que ellos nos los robaron”, asegura.
Su familia reclamó reiteradamente la devolución de esos y otros libros a la Biblioteca Nacional sin obtener nunca respuesta, añade.

E-Books y libros de papel: Un divorcio de común acuerdo. Por Esteban Magnani

En mayo de 2011 el CEO de Amazon anunció que por primera vez la cantidad de e-books vendidos había superado la de libros en papel. Si bien Amazon es líder en la venta de libros virtuales, la conclusión obvia es que el e-book ha llegado para quedarse. Pero ¿hay posibilidades de volver a anunciar la muerte del libro sin sonrojarse?
El e-book
La letra “e” seguida de un guión suele indicar que estamos ante algo ya conocido pero en versión electrónica, por eso “e-book” se traduce como libro electrónico. En tanto que cuando está en papel alcanza con decir “libro” para referirse tanto al contenido como al soporte, en el caso del e-book es necesario diferenciar el texto digitalizado del dispositivo para leerlo. Los primeros textos electrónicos nacieron en realidad junto con la era digital, en tanto que los primeros dispositivos de lectura específicos para ese tipo de textos son de 1998, aunque recién en la década siguiente consiguieron cierta masividad.
Es más, desde principios del milenio el mercado recibe distintas versiones de dispositivos de lectura que cambian casi a la velocidad de los celulares. Cabe aclarar que no son lo mismo que las “tablas” o “pads”, por ejemplo, por varias razones: la más evidente es que los e-books, si bien tienen a veces otras funciones (incluso navegadores), están pensados sólo para leer y no sirven prácticamente para otra cosa. Además, a diferencia de las tablas mencionadas, la pantalla no cuenta con luz propia: es decir, que no sirven en la oscuridad. La ventaja de esta carencia es que no cansa la vista y que se parece más a los libros clásicos.
Pero probablemente lo más interesante de los libros electrónicos es que se sacan de encima el problema de la materialidad y permiten al lector gozar de las maravillas de la virtualidad. Es decir que se pueden aprovechar los libros casi infinitos disponibles en la red de redes, el hipertexto, se puede prestar libros sin perderlos… Y el impacto que tendría una utilización masiva de este sistema es enorme, sobre todo por el ahorro que permite que los libros circulen por fibra óptica en lugar de depender de que se talen árboles para hacer papel, se transporten hasta las librerías y, para peor, se impriman miles de ejemplares que nunca se hojearán. Liberada de su lastre material, la información circula más rápido, más barato y en cantidades. De alguna manera parecería que el e-book está condenado al éxito…
Nostalgia del libro
En una nota reciente de Pablo Capanna en este suplemento (”Escribir en el aire”, 5/11/11) se explicaba cómo numerosos soportes para transportar información se volvían obsoletos tan rápido que a veces resulta imposible recuperar la información que había en ellos, como ya ocurre con los disquettes de 5 1/4, las cintas magnéticas, etcétera. Mientras tanto, libros de más de dos mil años de antigüedad siguen listos para ser leídos (si se llega a ellos, claro). Digamos que la propia velocidad con la que evoluciona la tecnología atenta contra la supervivencia de ciertos contenidos. ¿Qué pasará en 20 años con las novelas que hoy sólo tienen existencia digital? La tendencia parecería ser a que desaparezcan, a menos que se logre rescatar alguna copia de un servidor perdido. Es que los nuevos sistemas se basan en la redundancia, la copia ilimitada de la información, pero esto se combina, como se dijo, con lo efímero de los soportes. Frente a esto se podría sostener que los escritos que valen la pena sobrevivirán porque mientras alguien se interese por ellos, quedará alguna copia.
Otro argumento es mucho más subjetivo y difícil de sostener frente a quienes no lo comparten: el placer que provoca el libro al tacto, el olfato y la vista es inigualable. El fenómeno es conocido: los fetichistas del CD los compran por millones pese a que pueden descargar su música por Internet. Es decir que el libro podría volverse un objeto de culto similar para algunas piezas elegidas, pero no un objeto eminentemente funcional para transportar información.
Matar o morir
Mientras tanto las grandes empresas pelean porque su lector de libros electrónicos sea el que gane en los primeros metros de la carrera con la promesa de disfrutar por el resto de la eternidad… que cada vez dura menos. Los distintos dispositivos manejan formatos específicos en un intento de las compañías de secuestrar a su clientela, algo que parece tan egoísta como anticuado. El fenómeno se llama e-babel, porque cada uno lee un formato distinto, por ejemplo el .azw de Amazon o el .lit de Microsoft, entre muchos otros. Estos formatos son propietarios, es decir que hay que pagar una licencia a las empresas para usarlo. Es por eso que, como viene ocurriendo en el mundo de los celulares, la tendencia es que triunfen sistemas libres (como el .epub para los libros digitales) que cualquiera puede usar sin pagar nada y por lo tanto todos los dispositivos tendrán que leerlos o perecer.
Como se decía al comienzo, los e-books (los textos, no los dispositivos que permiten leerlos) comienzan a venderse más que los libros físicos, pero esto no impide que la venta de estos últimos siga creciendo: parece haber lugar para todos. Si bien las perspectivas de que los dispositivos de lectura para e-books sean el soporte elegido para transportar la mayor parte del brutal aumento de la información que circula (si no son desplazados por las tabletas u otra novedad, claro), sería presuntuoso anunciar, una vez más, la muerte del libro, probablemente el más simple y duradero de la historia de la humanidad.
Escribir en el aire
Por Pablo Capanna
A pesar de pertenecer a una generación que compraba y leía libros, nunca me dio por ser bibliófilo ni coleccionista. Esas actividades requieren algo de dinero y una debilidad por los aspectos físicos del libro, que en algunos casos hasta puede derivar en cierto desprecio por su contenido. En mi caso, siempre ocurrió lo contrario. La única vez que pasé por una editorial especializada en textos escolares me enteré de que había sido rotulado como “productor de contenidos”. Nunca me enteré de qué nombre recibían quienes se ocupaban de los “envases”, pero me dieron a entender que su tarea era mucho más importante que cualquier “contenido”, para hacer que el producto fuera más atractivo.
Sin desmerecer todo eso que hace más agradable la lectura, desde la tipografía hasta la encuadernación, siempre consideré que los libros valían ante todo por las ideas o los sentimientos que eran capaces de transmitir, aunque estuvieran impresos en papel de diario.
Con todo, y sin habérmelo propuesto, el hecho de haber vivido mucho y siempre con poca plata para comprar buenas ediciones, me llevó a frecuentar las librerías de viejo. De ese modo, y sin proponérmelo, llegué a tener en mi biblioteca algunos ejemplares que tienen casi un siglo de vida.
El más viejo es un Rousseau en italiano que ha cumplido más de cien años. También tengo un Wells, un Pascal y algunos otros que ya son más que nonagenarios. Todos están muy legibles, y se diría que han resistido heroicamente el paso del tiempo. En cambio, en los últimos tiempos he tenido que deshacerme de libros que tenían apenas treinta años, a medida que sus hojas se iban oscureciendo y resquebrajando.
Estas diferencias dependen de la tecnología que en cada caso se utilizó para fabricar el papel. Desde que los chinos lo inventaron, hasta mediados del siglo XIX el papel se hacía exclusivamente reciclando trapos, pero en un momento se comenzó a producir con pulpa de papel y crecientes dosis de ácido clorhídrico, que lo hacían perecedero a plazo fijo. Aunque las pasteras juren que no contaminan el río, el papel pulp nace contaminado y tiene una breve expectativa de vida. Hasta se diría que en las últimas décadas ésta se ha acortado.
Si alguien se propusiera darnos una respuesta optimista a esta cuestión, podría hablar del fin del papel como soporte de la escritura. Seguramente alabaría la llegada de la era digital, que permitirá almacenar definitivamente la información en soportes duraderos: Digital is forever! Pero, ¿estamos seguros de que podrá almacenarla definitivamente, en un material más duradero que el papel?
DE LA ARCILLA AL SILICIO
Hace unos mil años, el rey Guillermo, dispuesto a consolidar la conquista normanda de Inglaterra, mandó hacer un censo de todas las propiedades sujetas a impuestos. Cuando la completó, la DGI normanda le puso por título El Libro del Juicio Final (Doomsday Book), quizá para amedrentar a los eventuales evasores.
En 1986, al cumplirse novecientos años del Doomsday Book, la BBC se propuso reeditar aquel emprendimiento cuando auspició un proyecto en el cual participaron cerca de un millón de colaboradores. Para la ocasión, emplearon los recursos más avanzados, como fotos digitales, videos y mapas interactivos.
Pasaron veinte años más, y el libro que mandó hacer Guillermo el Conquistador en pergamino aún puede ser consultado por los historiadores, pero quedan muy pocas PC de las que se usaban en 1986. Para ser legible, el censo más reciente tuvo que ser transferido a un nuevo formato, y probablemente habrá que seguir convirtiéndolo cada tanto, porque no existe ningún formato definitivo, y los programas de lectura también evolucionan.
Con el censo que en 1960 el gobierno de los Estados Unidos había mandado grabar en cinta magnética ocurrió algo parecido: para 1975 ya no había sistemas que permitieran leerlo en su forma original.
Quizá por eso, a la hora de diseñar el mensaje a los extraterrestres que llevaría la sonda Voyager II de 1977, Carl Sagan tuvo la brillante idea de incluir el dispositivo de lectura. Una medida muy sabia, porque treinta años más tarde aquí en la Tierra ya era difícil conseguir algo parecido, al ritmo que avanza la tecnología.
Basta pensar en que toda la información que hace 5 mil años un rey sumerio mandó grabar en tabletas de arcilla hoy podría ser leída con una tableta llena de hardware miniaturizado. Pero el riesgo que se corre ahora es que se torne ilegible en pocos años y que la arcilla sobreviva una vez más.
DURABILIDAD
La invención del lenguaje simbólico, que es la clave de toda la cultura, se tradujo necesariamente en el desarrollo de la escritura, que requería de algún soporte físico durable.
El primer soporte fue la piedra. Gracias a ella, el nombre de los reyes sobrevivió a los propios reyes y hasta al recuerdo de las hazañas o las calamidades que protagonizaron. La piedra era el soporte más duradero, pero el menos manipulable. Luego se recurrió al barro cocido, los metales, la cerámica o la seda. Conocemos los mitos egipcios gracias al papiro y los sermones de Buda porque fueron escritos sobre hojas de palma.
El papiro egipcio, hecho con varias capas de tejido vegetal, permitía conservar y transportar información escrita en una superficie extensa; además, al enrollarse, ocupaba poco espacio en los estantes.
Esto era más que suficiente para las necesidades de la casta sacerdotal egipcia. Pero la gran expansión de la ciencia en la época alejandrina aumentó la demanda. Cuando Egipto cerró la exportación de papiro, en la ciudad de Pérgamo se comenzaron a usar pieles de animales (cordero, vaca, asno), que desde entonces se conocieron como pergaminos.
El pergamino se usaba en rollos (volúmenes), pero también en tomos, con hojas cortadas a la manera de un libro de hoy. También tenía otra ventaja: en él se podía escribir de ambos lados y borrar un texto para escribir otro encima, para delicia de los arqueólogos de hoy.
El uso del papel, que los árabes trajeron de China, se extendió durante la Edad Media, y tuvo su auge a partir del siglo XVII. El formato del libro actual (códice) se había impuesto cuando los predicadores cristianos encontraron que era más fácil de transportar y manipular que el rollo. La conjunción del papel, la imprenta y el libro fue el sustrato de toda la Modernidad.
El siglo XX presenció una nueva explosión, cuando lo digital comenzó a reemplazar a lo analógico, desde las fichas perforadas de Jacquard y Hollerith hasta la cinta magnética de IBM. Muchas expectativas fueron depositadas en el microfilm, que entonces se presentaba como el soporte del futuro. Al mismo tiempo, la fotocopia multiplicaba versiones bastante volátiles de los textos: fueron la salvación de los estudiantes, pero no enriquecieron las bibliotecas.
Luego vinieron el disquete y el CD, que ofrecían cada vez una mayor capacidad de almacenamiento de datos, pero resultaron menos durables que el libro.
REDUNDANCIA
La destrucción de la Biblioteca de Alejandría fue una catástrofe para la tradición científica y para toda la cultura occidental, que tuvo que recomponerse trabajosamente a través de copias, varias veces retraducidas y adulteradas. Es costumbre culpar de todo ese desastre al califa Omar, pero hoy sabemos que se trató de un largo proceso en el cual intervinieron muchas manos, tanto por acción como por omisión.
Los centenares de miles de volúmenes que los Tolomeos habían reunido en Alejandría, mediante la compra o la copia de cuanto manuscrito caía bajo su alcance, no perecieron en un solo holocausto por orden de Omar. Hubo una larga serie de saqueos, robos, incendios y abandono que llevó siglos, y se agudizó a medida que decrecía la curiosidad y el mundo antiguo se hundía en un clima de magia supersticiosa. Los testimonios de los sucesivos viajeros dan cuenta del progresivo deterioro, que Omar vino a rematar con una frase tristemente célebre.
¿Por qué la Biblioteca era tan importante, aparte de haber pertenecido al Museo, la primera universidad de la que tengamos noticia? Es probable que fuera porque la mayoría de los textos que atesoraba eran únicos o contaban con unas pocas copias manuscritas, de esas que producían en sus talleres una multitud de escribas.
Alejandría no tenía redundancia, o tenía muy poca. Un manuscrito perdido era un agujero en el tejido del saber, a no ser que en alguna remota provincia quedara una copia aceptable.
La gran revolución que trajo la imprenta consistió en incrementar radicalmente la redundancia, de manera que por cada libro que se destruía, siempre era posible encontrar algún ejemplar en otra parte, y a la larga era posible recuperar el texto perdido.
La multiplicación llegó a su extremo con la aparición de Internet, donde casi todo puede “bajarse” desde los sitios más disímiles. Con cierta ingenuidad, tendemos a imaginar a Internet como una suerte de Mundo de las Ideas platónico, del cual se bajan o se suben “contenidos”, pero confiamos en que los textos durarán para siempre. Todos nos hemos tropezado con noticias del pasado que parecen eternizarse en alguna página web, y eso nos hace pensar que en la red nada se pierde. Sin embargo, las dificultades surgen cuando pretendemos ofrecer referencias que permitan corroborar dónde hemos obtenido la información. Cuando los libros eran de papel se citaba la edición y la página, y aunque nadie se tomara el trabajo de verificarlo, eso bastaba como prueba de veracidad. Hoy algunos se las ingenian para citar, por ejemplo, “www.montoto.edu, consultada el día 14-07-11 a las 20.30″. El dato puede ser cierto y hasta aceptable para un jurado de tesis, pero es imposible verificarlo en otro momento, cuando la página se actualiza periódicamente. El hecho es que la red está siempre mutando: muchos sitios desaparecen, otros se transforman y la información que no emigra, se pierde.
Si no confiamos demasiado en la eternidad de la red, la alternativa es conservar los datos en un soporte externo. Pero cualquier usuario que lleve algo más de diez años tratando con computadoras ha vivido la evolución de la tecnología, que hacía obsoletos los sistemas bastante antes de que el hardware comenzara a fallar.
Si alguien aún conserva información en disquetes de 3,5 o 5 1/4 tendrá grandes dificultades para recuperarla, a menos que recurra a alguna secta de nostálgicos al estilo de los ferromodelistas o los cultores del disco de vinilo.
Estamos tan acostumbrados a ciertos programas de escritura y de cálculo que no reparamos en que se trata de productos comerciales, que en cualquier momento pueden salir del mercado. Así como nadie se acuerda del WordStar, que fue el programa de escritura líder de los años ‘80, los formatos habituales como “doc”, “JPEG” o “MP3″ pueden desaparecer junto con el programa que permite leerlos.
Paradójicamente, los soportes electrónicos tienen una esperanza de vida sensiblemente inferior al papel de buena calidad. El CD Rom, el DVD o el Blu-ray sufren la degradación de su capa fotosensible, lo cual hace que duren a lo sumo entre cinco y diez años. Aunque el disco holográfico, la nueva promesa, aspira a tener una vida útil de medio siglo.
Nuestros sistemas permiten acopiar enormes cantidades de información tanto irrelevante como valiosa, con un grado de redundancia jamás visto. De hecho, somos capaces de encerrar muchas Alejandrías en un pequeño disco.
La vida de una pirámide es de 5 mil años y una catedral dura unos mil, pero nuestros rascacielos apenas aspiran a durar cien años, con un buen mantenimiento. Tenemos una cultura de lo efímero, donde el largo plazo importa cada vez menos, y toda nuestra confianza reposa en la extrema redundancia de aquello que guardamos. Pero corremos el riesgo de conservar infinitos registros de cámaras de seguridad y perder la única copia de algún libro que pudo cambiar el mundo.

¿Qué es el parto natural?

Parece mentira después de años de procreación el hombre ha olvidado lo que es ser, sentir y vivir como hombre. Humano, ser humano, gestante de otros seres de la misma especie que en algún rincón de la genética olvido su más preciado sentido de la sabiduría y la intuición.
La terminología de "Parto Natural" se puso de moda. A tal punto que una película que muestre este natural y primitivo acto es sorprendente.
La sorpresa en realidad radica en que muchos creen que un parto natural es aquel que se libra en un quirófano con un obstetra "macanudo", que cuelga a la futura madre(nunca mujer) de los tobillos, depilada innecesariamente, ridiculizada con una cofia para no infectar al propio hijo que gesto y lleva en su vientre. Habiéndole colocado anestesia peridural sin explicación previa de sus consecuencias. Dispuesto a practicarle una episiotomía también innecesaria la cual dejara secuelas en su sexualidad por lo menos en un 20 %, por unos seis meses.
Todo esto es lo contrario a un parto natural, el parto biológico natural se lleva a cabo por las maravillas de la fisiología, vinculado el desapego que deberá elaborar esa madre para poder parir a ese hijo. Escuchando el instinto y siendo acompañada por una partera o comadrona, quien  dejara  el  espacio protagónico femenino para la futura madre.
Sin olvidar que antes de madre es mujer, controlando los latidos del bebe como los síntomas que pueden alertar de algún riesgo.
Con responsabilidad pero sin intromisión medica innecesaria.
En un parto natural, el hombre también es protagonista como pareja, padre que recibe y corta el lazo que une madre e hijo. Sin excluir el rol sexual del parir, recordando que solo a través del sexo se creó esa vida y es digna de ser recibida eróticamente. Sin terceros, en pareja.
La pareja buscara el entorno apropiado, la intimidad favorecerá a la liberación de la oxitocina natural.
La libertad de movimientos y posturas ayudaran en el estadio expulsivo.
En armonía con el universo, animarse es nacer de nuevo.

SOBRE INTELECTUALES Y DEBATE POLÍTICO Los intelectuales en la Argentina. Entrevista a Atilio Borón

Lo que sigue es la reproducción completa de la entrevista realizada al Dr. Atilio Borón desde y para la Revista Ficciones de Madryn en donde brevemente saldrá una versión reducida de la entrevista total.
Ficciones de Madryn es una publicación quincenal impresa de distribución gratuita. Por sus páginas pasan el arte, la cultura y la sociedad de Puerto Madryn y más allá. 
Contacto ​www.ficciones.tk
Soy sartreana y saidiana, ninguna novedad: “Un intelectual, para mí, es esto: alguien fiel a un conjunto político y social, pero que no deja de cuestionarlo”. Jean Paul Sastre nos decía esto en los años cuarenta del siglo XX sin la menor complejidad, hermetismo o cripticidad en el lenguaje. Llano y simple. Algo que se extraña de los llamados intelectuales. Y algo que se necesita: simplicidad, que no es lo mismo que simpleza.
 ¿Qué es el intelectual? Tendemos a asociar la noción de intelectual al tipo de sujeto que está vinculado a los libros, a la educación o al estudio, incluyendo en este amplio abanico a periodistas, funcionarios, docentes, abogados, filósofos, estudiantes, escritores, asesores, psicólogos y un largo etcétera. Esto no debería ser tan automático. No por lo menos desde que el pensador italiano Antonio Gramsci, en las décadas del 20 y del 30 del siglo XX, nos hizo saber su posicionamiento respecto de esa pregunta. Y nos dio algo de claridad. Desde entonces, habemos quienes con él creemos que intelectual es todo aquel que produce un conocimiento que tiene que ver con la sociedad y sus condiciones de existencia, aquellos que aportamos a la materialidad de la misma desde diferentes lugares, es decir, todos aquellos que la sostenemos, con grados de conciencia e intencionalidad, o no. Entiéndase: todos somos intelectuales. Todos tenemos y difundimos un tipo de saber social.
Pero, dice Gramsci, existe otro tipo de intelectuales: algunos legitiman a la sociedad existente y otros hacen lo posible por pensar, hacer y aportar a la construcción de una nueva sociedad distinta a la actual. Unos y otros son intelectuales orgánicos, así llamados por su estrecha vinculación con las clases fundamentales de la sociedad burguesa: algunos para mantenerla, otros, los contrahegemónicos, para superarla apoyándose en el dinamismo de las clases y capas subalternas.
El intelectual de Gramsci, como decíamos antes, es mucho más que sólo aquel que está asociado a una actividad vinculada al intelecto. Y es intelectual orgánico todo el que participa de la reproducción del sistema, con consciencia o no de estar haciéndolo. Así, la cosa es bien compleja, porque precisamente el poder, la dominación y la hegemonía del capitalismo son complejos.
Son intelectuales contrahegemónicos aquellos quienes intentan poner en evidencia ese funcionamiento del poder y tratan de estar al servicio de un modelo diferente, hacen lo posible, en estas condiciones, para tratar de desarrollarlo. Son también intelectuales orgánicos, pero orgánicos de otros sectores llamados subalternos. Son los intelectuales orgánicos de los sectores subalternos. Y los sectores subalternos son esos sectores de la sociedad que no han logrado cristalizar su proyecto político en un lugar de poder significativo desde el cual llevar adelante la realización de su modelo de sociedad. Esa sociedad distinta a la que aspiramos. Dadas las asimétricas condiciones en las que intentar llevar adelante este modo de sociedad más justa, queda a estos intelectuales contrahegemónicos plantear claramente la verdad al poder vigente y hacerlo de una manera llana, responsable y realmente crítica.
Habiendo establecido ya que para nosotros intelectual no es solamente el que está ligado al trabajo de libros y lecturas, sí, es preciso, no obstante ello, definir los contornos de lo que le cabe al intelectual de este tipo, es decir, al intelectual que sí trabaja con su intelecto.
Entre este tipo de intelectuales, los últimos, encontramos al politólogo y analista argentino Atilio Boron. Con él tuvimos una entrevista a fines de enero pasado a propósito de los intelectuales en el marco de las diferentes solicitadas alternativas a Carta Abierta. Compartimos a continuación parte de esa entrevista.
Mariela Flores Torres (MFT): Hoy es 26 de enero y en los últimos días, en Argentina, varios grupos que podríamos catalogar de militantes intelectuales, crearon diferentes manifiestos conocidos como “Carta Abierta”, “Plataforma”, “Argumentos” y la “Carta del Centro Cultural de la Cooperación”, entre otros. Esto puso de relieve una discusión que se re-instala cada tanto en la Argentina -ausente durante el memenismo-, que es nada menos que la discusión acerca del intelectual que tenemos, la del intelectual que necesitamos y la del intelectual que queremos. Al respecto ¿Qué podes decirnos Atilio?
Atilio Boron (AB): ¿El intelectual que tenemos? Me parece que Argentina tiene un grupo de intelectuales que no sólo es bastante numeroso sino también de muy buen nivel de calificación. Este es un dato a tener en cuenta porque no en todos los países encontramos una situación de este tipo. Argentina tiene una tradición cultural muy dilatada y valiosa, que se remonta a los albores de nuestra independencia política con notables pensadores como Juan José Castelli, Mariano Moreno y Bernardo de Monteagudo -jacobinos y genuinamente internacionalistas, los dos últimos asesinados por la contrarrevolución- y con Manuel Belgrano, un verdadero adelantado a su época. Desde allí arranca una tradición que, con altibajos a lo largo de dos siglos, continúa hasta nuestros días. La Argentina cuenta, por lo tanto, con un estrato de intelectuales en condiciones de animar un debate interesantísimo sobre los más diversos aspectos de la realidad nacional e internacional Pero también hay que llamar la atención sobre la frágil inserción institucional de nuestros intelectuales. Esta debilidad se contrapone con la situación imperante en países como Brasil o México, en donde a favor de la mayor solidez de las instituciones universitarias y culturales el segmento intelectual tiene un arraigo más firme y mayores posibilidades de manifestación y discusión. En la Argentina, en cambio, la inserción de esta categoría social es mucho más precaria e inestable. Pensemos simplemente en las dificultades para obtener una designación  concursada en los cargos docentes de la universidad, donde muchos profesores esperan ser concursados durante quince/veinte años y que están a merced del capricho de su decano o de su director, lo cual redunda en contra de su independencia de criterio y también en la calidad del trabajo intelectual. Situación análoga se produce en el estado, con idénticas consecuencias. Porque, al fin y al cabo, quien está en una situación tan dependiente va a pensar dos o tres veces antes de manifestar sus opiniones, sobre todo si son críticas o impugnadoras del status quo. En una tesis doctoral en curso sobre el pensamiento de Héctor P. Agosti, Alexia Massholder señala que a mediados de la década de los cincuentas del pasado siglo este autor hizo interesantes observaciones sobre la “situación marginal” del intelectual argentino, que debe desenvolver su actividad en los ratos libres que le deja su “segundo oficio”, el que le permite procurarse su sustento para vivir. Sesenta años más tarde su diagnóstico mantiene, en lo esencial, su vigencia, sobre todo si como se decía más arriba comparamos la situación del intelectual argentino con su homólogo en México o Brasil, sin desconocer que ahora hay un sector, sin duda minoritario, que puede sobrevivir qua intelectual sin los auxilios financieros del “segundo oficio.”
MFT: Una realidad, si, la de la frágil inserción institucional del intelectual ligado más a la vida universitaria, pero hay otros intelectuales también…
AB: ¡Claro!, hay intelectuales al margen de la vida universitaria, pero aun así no están a salvo de esta precariedad que define, globalmente, su inserción social. Agrégale a eso la muy difícil y compleja relación que ha habido siempre entre intelectuales y poder político en la Argentina en donde ni remotamente existió algo similar a la que existiera en México después de la revolución de 1910 que transformó al estado en un notable promotor de las artes (el extraordinario movimiento del muralismo mexicano, que diera figuras como Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros), las letras y las ciencias. Para los sucesivos gobiernos argentinos del siglo veinte los intelectuales fueron vistos, si tenían suerte, con desdén; y si eran desafortunados, como enemigos a combatir sin piedad. Una figura sintetiza todo: Octavio Paz fue designado embajador de México en la India; Jorge Luis Borges inspector de productos avícolas en las ferias municipales de Buenos Aires. Pero esto no es todo: el campo intelectual de este país tiene en su debe el haber proferido una deplorable consigna -que no encontré en ninguna otra parte (y no me refiero solo a América Latina)- que conquistó inusitada popularidad en los años fundacionales del peronismo y más concretamente en Octubre de 1945. Me refiero a aquella que decía: “libros si, alpargatas no”.  Esta no sólo expresaba un inadmisible elitismo y una patológica “demofobia” sino también una concepción acerca de cómo los intelectuales percibían su propia función y su distante relación -¡por no decir su abierta indiferencia, cuando no hostilidad!- con los anhelos y las aspiraciones populares. Salvo excepciones, la mayoría concebía su función como activos partícipes en los debates de la así llamada “república de ideas”, haciendo gala de una notable erudición pero al margen de la realidad nacional. Intelectuales cosmopolitas, mucho más preocupados por los debates que se daban en los países que eran las guías intelectuales de la época (primero Francia, después Estados Unidos) que por reflexionar sobre la realidad nacional y proponer políticas concretas en relación a la misma, exhibiendo de este modo la perdurable influencia del colonialismo cultural, o la  “colonialidad del saber” tan brillantemente analizada por varios autores de Nuestra América como Aníbal Quijano, Enrique Dussel, Roberto Fernández Retamar y Edgardo Lander, entre otros.
Afortunadamente esto ahora ha venido cambiando, especialmente en las últimas dos décadas y sobretodo en la última. Ha habido un saludable proceso de acercamiento a –y tentativas de recuperación de- la tradición intelectual y cultural nuestroamericana como respuesta ante las arduas luchas populares que en nuestros países precipitaron un cambio muy significativo en el mapa sociopolítico de la región. Factores definitorios de esta situación lo aportan la heroica sobrevivencia de la Cuba revolucionaria, el surgimiento de la revolución bolivariana en Venezuela y las experiencias políticas en curso en Bolivia y Ecuador. Mucho más moderadamente, el cambio en el clima político del Cono Sur con el ascenso de gobiernos “progresistas” en Argentina, Brasil y Uruguay. Por otra parte las fuerzas destructivas desencadenadas por la globalización neoliberal unida a la menopausia teórica del saber convencional de las ciencias sociales y las humanidades hicieron que muchos intelectuales voltearan su mirada a la realidad latinoamericana, recuperando el pensamiento de figuras como José Martí, José Carlos Mariátegui y en menor medida Julio Antonio Mella y Aníbal Ponce, además de, en nuestros días, Fidel Castro y Ernesto “Che” Guevara, en una tarea que por cierto recién está en sus comienzos y que está lejos de caracterizar la actitud de la masa de la intelectualidad argentina. Esto nos habla, en síntesis, de un estamento todavía muy orientado hacia –y dependiente de- las “novedades” europeas y norteamericanas y poco conectado con lo latinoamericano aunque, como ya se dijo, comienzan a haber promisorias excepciones entre la joven intelectualidad.
Bien: esto es lo que tenemos. Y creo también que en este momento comienza a aflorar un debate intelectual fuerte en nuestro país, pero que hasta ahora sigue siendo más que nada conceptual; un debate que gira en torno a grandes ideas (igualdad, justicia, libertad, democracia, etcétera) y con un componente retórico muy fuerte en vez de discutir sobre realidades concretas. Una controversia sobre las palabras y no sobre las cosas, para tomar la formulación de Michael Foucault.
MFT: En ese sentido, quizás vemos aflorar más un intelectual especializado, antes que un intelectual comprometido ¿no? Quizás asistimos cada vez más a ver a un tipo de intelectual idóneo en determinados temas, que lo que hace es transmitir conceptos o fórmulas teóricas, antes que comprometerse más con el análisis de la realidad. O lo que se discute queda reducido solo a las políticas del gobierno (o la falta de ellas) y no más allá de ellas: No se discute cómo se cambiarían algunas de esas determinadas políticas de gobierno, como por ejemplo la apertura total a las trasnacionales extractivas (mineras, petroleras), o cómo se frenaría el avance de la sojización, etc. Es decir: Discuten cuáles son las políticas de gobierno, qué ideas tienen sobre ellas, pero no discuten cómo deshabilitarlas, transformarlas o modificarlas; y eso, a la sociedad que recibe, le produce una especie de antiintelectualismo, creo yo, y fortalece la figura de un intelectual especializado antes que la de un intelectual comprometido ¿Qué pensás al respecto?
AB: Si. Yo pienso que si. Y que hay una diferencia muy importante entre, digamos, el académico y lo que yo llamo un intelectual público.
MFT: A ver…
AB: Un intelectual público es un hombre o una mujer, que habla y se dirige, básicamente, hacia el conjunto de la sociedad. Mientras que el académico es un personaje cuyos escritos están dirigidos hacia sus pares, su jefe o incluso sus empleadores. El problema es que gran parte de las ciencias sociales están dominadas por esta concepción del académico que escribe para una “comunidad epistémica” de especialistas o para sus superiores en ámbitos burocráticos como la universidad o el estado. Esto es así porque hay dispositivos institucionales que condicionan fuertemente en esa dirección, todo lo cual favorece una cultura en la que se incentiva el “escribir para los colegas” más que escribir para que la sociedad se apropie de ese conocimiento y lo utilice para sus propios fines. Para mí esto es una perversión del papel del intelectual, que tiene que ser otro. Esto fue lo que traté de demostrar en un pequeño libro publicado hace unos pocos años, Consolidando la Explotación, en donde establecía una distinción entre estos dos tipos de intelectuales: el académico y el intelectual público. El argumento in nuce decía más o menos lo siguiente: que a diferencia del primero, cuya obra está exclusivamente referenciada en sus colegas y estudiantes y, ocasionalmente, a alguna agencia gubernamental, el intelectual público trasciende esas fronteras y su referencia social es la sociedad en su conjunto. No escribe, como el primero, haciendo gala de un lenguaje barroco, oscurantista y lleno de tecnicismos propio de los iniciados que hace que sus textos sólo sean comprensibles para quienes cohabitan con él, o con ella, en el gueto académico. Por el contrario, su lenguaje pretende ser un vehículo para comunicarse con los hombres y mujeres de su tiempo para lo cual renuncia a la pedantería academicista y expresa sus ideas con lenguaje llano y accesible, sin mengua de la rigurosidad de su pensamiento. Si bien el  intelectual público se interesa por las ideas, el foco de su atención está puesto en la relación entre éstas y el orden social vigente, y entre las ideas y los proyectos y las fuerzas sociales y políticas que luchan por crear un tipo de sociedad mejor. Este personaje sabe que su misión principal es la de ser la conciencia crítica de su tiempo; el papel del académico, en cambio, es respetar celosamente las fronteras disciplinarias, publicar en las revistas especializadas de la profesión -por supuesto que bendecidas por el fetichizado referato de sus pares- y reproducir el primado del paradigma teórico-metodológico convencional, conservador hasta el tuétano. Veamos algunos ejemplos: Jean-Paul Sartre fue un intelectual público que marcó la agenda pública de Francia; Maurice Merleau-Ponty un distinguido académico cuya influencia raramente trascendía los muros de la Sorbona o el Collège de France. Noam Chomsky o Edward Said son dos casos paradigmáticos de intelectuales públicos; John Rawls, un notable apologista del igualitarismo y del derecho de gentes, en cambio, fue un académico respetado en Harvard y la comunidad intelectual pero prácticamente desconocido fuera de esos pequeños círculos. Todos fueron, o son, profesores; pero los intelectuales públicos abandonaron la torre de marfil para convertirse en tábanos que aguijoneaban a la sociedad y militaban en favor de ciertas ideas. Los otros se circunscribieron a un debate intramuros, indiferentes por el impacto social que pudieran tener sus ideas. Hay que aclarar que esta distinción entre unos y otros también se da en el campo ideológico de la derecha: Milton Friedman fue un “intelectual público”, de una eficacia extraordinaria y uno de los principales responsables de la difusión mundial de las ideas neoliberales; Friedrich von Hayek, en cambio, fue un profesor de Economía y nada más.  Para resumir: el “intelectual público” refiere su pensamiento a los grandes desafíos que enfrenta la sociedad. Y si es de izquierda hace suya la definición que en su momento diera Noam Chomsky sobre la misión del intelectual: decir la verdad y denunciar la mentira. Un intelectual debe ser alguien capaz de decir “el rey está desnudo” cuando el coro de obsecuentes, oportunistas y mercenarios lo felicita por la belleza de su atuendo. Por eso la relación del intelectual con el poder es siempre complicada, cualquiera que sea la naturaleza del régimen político.
Retomo algo que dijiste para darle otra vuelta, y es lo siguiente: cualquier intelectual está comprometido. Pensemos, por ejemplo, en Mariano Grondona o en Andrés Oppenheimer. Están comprometidos, con una mala causa, pero están comprometidos. No existe el intelectual descomprometido, que flota imperturbable por encima de la lucha de clases. La supuesta neutralidad de muchos intelectuales ante el lento genocidio de los pobres y de la naturaleza que está perpetrando el capitalismo es una clara (aunque implícita) toma de partido a favor de ese sistema y en contra de cualquier tentativa de cambiarlo. Obviamente, los que pensamos de otra manera tenemos un compromiso, pero con un proyecto de creación de una nueva sociedad, de una forma civilizatoria superior. El tema es que, como bien vos decís, algunos pretenden aparecer como “independientes” de los intereses dominantes, lo cual no es cierto. Los intelectuales no tienen ese grado de independencia que creen tener. Quien hace alarde de su independencia ante un crimen no es neutro sino cómplice. Esta explícita o implícita toma de partido ante el sistema capitalista no sólo se verifica en el mundo de las humanidades y las ciencias sociales; también se comprueba en el de las mal llamadas “ciencias duras”. ¿Por qué en un país como la Argentina y en toda Latinoamérica casi no se investiga el Mal de Chagas? Respuesta: porque a los laboratorios que financian la investigación no les interesa el chagas porque es una enfermedad de gente pobre, que no puede comprar medicamentos. Por lo tanto, la agenda de la investigación en las ciencias biológicas se orienta al estudio de problemas como la hipertensión arterial o la obesidad que son enfermedades de gente rica y que disponen de un poder adquisitivo para comprar medicamentos caros. Es más, son investigaciones que se financian desde los países desarrollados. Por lo tanto, en las “ciencias duras” tampoco hay descomprometidos, y en las ciencias sociales y las humanidades mucho menos.
En realidad estamos todos comprometidos, pero, y ahí si, vos decís muy bien “se discuten algunas políticas del gobierno”. Pero, pregunto: ¿se discuten realmente las políticas concretas del gobierno o se discute su relato? Yo creo que lo que está en cuestión es más que nada lo segundo, y creo también que discutir el relato es una pérdida de tiempo; es un ejercicio irrelevante, o por lo menos algo que a mi no me interesa. Lo que si me interesa (y lo que debería interesar a quienes queremos que este país mejore de una buena vez) es discutir las políticas concretas del gobierno, lo que el gobierno efectivamente hace y no lo que dice estar haciendo. Vos dabas dos ejemplos muy claros. Las dos terceras partes de la superficie agrícola argentina están dedicadas a la soja. ¿Esto es bueno o es malo? No me interesa el relato de la sojización, si la soja es “un yuyito” o una prodigiosa commodity sino examinar si, efectivamente, para el bienestar de los argentinos y para la sustentabilidad medioambiental es conveniente que nuestra agricultura esté dominada por la soja. Discutamos el glifosato, pero también los otros pesticidas y agroquímicos que son iguales o peores que aquel. Discutamos la megaminería a cielo abierto pero evitemos caer en el maniqueísmo y en el reduccionismo de la fórmula “minería sí versus minería no”, que hace a un lado el tema crucial de las modalidades concretas de explotación minera, salvo que se opte (lo que no recomiendo) en postular la intangibilidad de la naturaleza en cuyo caso no sólo se debería prohibir la minería, en cualquiera de sus formas, sino también la agricultura, la ganadería, la pesca, la industria y, en fin, todas las actividades económicas que de modo más respetuoso o brutalmente predatorio según los casos encuentran en la naturaleza la fuente irreemplazable de su labor. En la Crítica al Programa de Gotha, Marx discrepa de sus redactores porque dicen que el trabajo es la fuente de toda riqueza, a lo que Marx replica que la naturaleza es la fuente de todos los valores de uso, que son los que de verdad constituyen la riqueza material de una sociedad. ¡No hay que olvidarse de esta enseñanza de Marx a la hora de aventar los riesgos de un radical “pachamamismo” que nos regresaría a la Edad de Piedra! Yo hace pocos días llegué de Bolivia y tuve la suerte de estar en Cochabamba y escuchar a Evo Morales hablar del tema. En un gran encuentro de movimientos populares bolivianos Evo decía más o menos lo siguiente: “¿Qué vamos a hacer con la riqueza del subsuelo boliviano? ¿La vamos a explotar o no la vamos a explotar? Si no la explotamos no tenemos ninguna chance de mejorar la vida de los bolivianos. ¡Tenemos que explotar esa riqueza, pero respetando las condiciones de la madre tierra!” En línea con este razonamiento a mí me gustaría que en la Argentina hubiera una discusión superadora de la antinomia “minería sí, minería no” y se concentrara, por ejemplo, en examinar las razones por las que Barrick Gold puede aplicar en nuestro país tecnologías de extracción del mineral que están prohibidas en su país de origen, que es Canadá, o en Europa. La discusión de fondo debería centrarse en temas tales como ¿Cuáles son las modalidades mediante las cuales pueden explotarse los recursos naturales? ¿Es inevitable el uso del cianuro para obtener el oro? ¿No hay tecnologías alternativas? (¡Claro que las hay, pero son menos rentables!) ¿Conviene producir oro, o no sería mejor producir metales con un uso menos íntimamente ligado con la especulación financiera? ¿Por qué la minería tributa en la Argentina una regalía tan ridícula como el 3 por ciento del valor declarado por las propias empresas? ¿Cuál es la naturaleza del vínculo -oculto o disimulado- entre poder político y megaminería, que le permite hacer en la Argentina lo que está prohibido en los países desarrollados? ¿Tiene sentido destruir irreparablemente el medio ambiente, como de hecho lo está haciendo la actual megaminería a cielo abierto, para promover el crecimiento económico? ¿No es acaso una monumental irracionalidad sacrificar la sustentabilidad a largo plazo de nuestros ecosistemas y de nuestras poblaciones valle abajo en el altar del equilibrio de las cuentas fiscales o de la balanza comercial? 
En esta misma línea yo creo que más que discutir sobre la idea de la desigualdad, o de la equidad, hay que examinar las formas concretas que la desigualdad y la inequidad asumen en la vida práctica de los argentinos y si existen o no políticas efectivas de combate ante esos males. Creo que los intelectuales como categoría social hemos hecho muy poco en este sentido, en ese debate del que vos hablabas al principio. En general, la controversia ha quedado centrada en el universo de las ideas, en donde uno podría decir, además, con cierto grado de cinismo: ¿Quién estaría a favor de la desigualdad en la Argentina? Todos estamos en contra, inclusive la derecha. Mauricio Macri jamás diría algo así como “estoy a favor de la desigualdad”. El problema radica en descubrir qué es lo que hay que hacer para reducir la desigualdad. Claro, para lograr una sociedad más igualitaria inevitablemente hay que resolver el tema de la redistribución de los recursos existentes aparte, por supuesto, de preguntarte hasta que punto es posible efectuar esa redistribución dentro del capitalismo. Porque para afianzar la igualdad económica y social habrá que sacarle a algunos (los ricos) y darle a otros (los pobres). Hasta ahora no se ha inventado ninguna otra fórmula que permita soslayar este complicado juego de suma-cero. Y esa no es la discusión que se está dando en la Argentina, y los intelectuales tenemos mucho que ver con ese vacío.
MFT: Y además, digamos, las cuatro corrientes más significativas de intelectuales que se convocaron o que se autoconvocaron en estos primeros días del 2012, como vos decís, no discuten en absoluto las repercusiones de este tipo de actividades. Al contrario, es como que están elaborando unas ideas acerca de cuál es el capitalismo menos dañino, pero ninguno es anticapitalista, y ninguno discute qué modelo necesitamos, que no implique algo tan parasitario para nuestros recursos. Entonces también ahí pierde un poco de sentido la noción de un intelectual crítico porque ninguno está siendo crítico...
AB:  Si, si… aunque yo suavizaría un poco tu argumentación diciendo que son pocos los que hacen una crítica radical, o una crítica a fondo. Claro, podemos decir: “hay que preservar la naturaleza” y, como decíamos antes, todos estarían de acuerdo. Pero son excepción los que dicen que la preservación del medio ambiente es imposible dentro del capitalismo. No existe el “capitalismo verde”, el “capitalismo con rostro humano” o el “capitalismo serio”. El “capitalismo verde” es un oxímoron, lo mismo que el “serio” o el “humanizado” porque la lógica de la sociedad capitalista está dominada por la ley del valor y por el férreo imperativo de la ganancia y poco importa allí la naturaleza o los costes sociales de la acumulación capitalista. Eso no se discute. Y yo creo que hay que discutirlo, y entonces me parece importante abrir y ampliar esa discusión de manera tal de incorporar estos temas más de fondo, que no hacen ya al mundo de la retórica, de los conceptos, los relatos o las interpelaciones ideológicas, si no que hacen a la gestión concreta del gobierno, que es lo que deberíamos examinar.
MFT: Habíamos hablado al principio del intelectual que tenemos. Vayamos ahora al intelectual que queremos y al intelectual que necesitamos. Y en ese sentido, me pregunto ¿Qué pasó con la visión de ese intelectual que tras la Revolución Cubana fue concebido como un intelectual que estaba a la vanguardia? ¿Qué pasó con ese intelectual que se proyectaba a sí mismo y a su sociedad con una visión de diez/quince años hacia adelante? ¿Qué pasó con ese intelectual? ¿Queremos/necesitamos ese tipo de intelectual? ¿Cambiaron los tiempos, las formas, los paradigmas?
AB: Yo creo que hubo varios procesos. Primero, que la idea de pensar que un intelectual puede escribir de antemano la historia me parece una idea equivocada…
MFT: Romántica.
AB: Romántica, claro. O sea, la Revolución Francesa no se hizo porque Rousseau escribió el Contrato Social.  Si no que Rosseau escribió el Contrato Social porque había un fermento en la sociedad que de alguna manera hacía verosímil pensar la producción de un texto de esa naturaleza. Pero el proceso histórico tiene motores que no son solamente las ideas y los libros; ellos cuentan, sin duda, pero cuando uno ve intelectuales pensando que el proceso histórico es resultado de sus obras estamos ante un acto que no dudaría en calificar de soberbio. Eso por un lado. Y en segundo lugar, porque entró totalmente en crisis la noción misma de una vanguardia poseedora o sabedora de cómo se construye el socialismo. Fidel lo ha dicho más de una vez: “uno de nuestros errores fue pensar que había quienes sabían cómo construir el socialismo.” La verdad es que nadie sabía, o sabe. Se va construyendo en la práctica específica de cada país, por medio de ensayos y errores, aproximaciones sucesivas, y ese es un proceso lento, complejo, que de alguna manera puso en crisis a aquella concepción tradicional de la vanguardia. Después hubo otro proceso, en tercer lugar, que a mi me parece muy interesante también de analizar, y es la cooptación de los intelectuales. Han habido mecanismos muy poderosos de cooptación de intelectuales, por ejemplo, volviendo a los casos de Brasil y México, la nada casual gran expansión de las universidades brasileñas durante el régimen militar, o durante los años del gobierno del PRI en México, así como de otras instituciones académicas y/o proyectos culturales que asimilaron e “integraron” a los intelectuales al sistema, como en su momento lo estudiara Umberto Eco, y los convirtieron en voceros gubernamentales. Y algo parecido está pasando en la Argentina de los últimos años. Los años del kirchnerismo están marcados por una política muy fuerte de expansión del sistema universitario y por un crecimiento en los financiamientos del CONICET, que entre otras cosas ha ayudado a conformar una capa bastante amplia de intelectuales afectos al gobierno y que, como suele ocurrir entre quienes se convierten a una verdad revelada adoptan una actitud absolutamente intransigente ante los que como yo hacemos oír nuestras críticas a la gestión oficial o vemos algunos nubarrones en el horizonte, cosa que nada tiene que ver con un ánimo destituyente como muy a menudo se descalifican esas opiniones. La intención es dar la voz de alerta ante la inminencia de peligros reales que suelen ser subestimados por los gobiernos. En resumen: este proceso de cooptación de intelectuales ha sido muy fuerte en la Argentina de los últimos años.
MFT: Dados los procesos que vos relataste que, entre otras cosas, pusieron en jaque la noción de un intelectual de vanguardia, a lo que se suma lo de la cooptación, ¿Qué queremos, entonces, de un intelectual en estas condiciones?
AB: A ver, yo creo lo siguiente: Pocos intelectuales pueden transformarse en intelectuales públicos. Uno puede ser un intelectual brillante, incluso de izquierda, pero dueño de un lenguaje totalmente barroco y que solo puede ser entendido por los doctorandos o doctorandas. No voy a dar nombres. Pero es un fenómeno bastante extenso en la vida intelectual argentina. Ese intelectual es muy valioso en el estrecho ámbito de “la república de las letras”, como antes se decía, pero su utilidad social es muy reducida para decirlo en términos muy benévolos. ¿Qué es lo que quiero yo, lo que espero yo? Quisiera ver el surgimiento de una capa de intelectuales críticos que además sepan comunicarse con el público más amplio; es decir, que puedan llegar a tener un impacto real sobre la sociedad. Influir con las ideas sobre un curso de veinte doctorandos es en el mejor de los casos una modestísima contribución al proceso de cambios que la Argentina necesita. Ahora, si se puede llegar a veinte, treinta, cuarenta o cien mil televidentes, lectores o radioyentes, de alguna manera se está potencialmente plantando una semilla en un terreno mucho más fértil, pero para eso es preciso modificar el lenguaje que suelen utilizar los intelectuales. Muchos creen que por serlo tienen que hablar en un estilo rebuscado y hermético, poco menos que inaccesible. Una de las críticas más importantes que yo les he hecho a mis amigos de Carta Abierta es que ya dejen de escribir cartas para sus doctorandos y que escriban para el público general. Que tienen que ser mucho más claros, más concisos y concretos y mucho menos verborrágicos. Son textos interesantes para un debate en un programa de posgrado en filosofía política, pero para el público general, si lo que se pretende es convencer a grandes números, no. Por algo Gramsci hablaba del teorema de las proporciones definidas o finitas, donde decía: “tiene que haber un equilibrio en la izquierda entre la vanguardia o el liderazgo, los cuadros medios del partido y la masa, digamos, la fuerza social”. Es imprescindible poder establecer una comunicación con ésta última. Yo creo que hay ciertos lenguajes crípticos que impiden eso, entonces; ¿Qué es lo que yo quisiera? Que aparecieran intelectuales que tengan esa capacidad de comunicarse con el gran público. Que puedan surgir, digamos, como portavoces de ideas radicales de transformación social pero dichas de modo tal que puedan ser asimiladas por la gente común y corriente, para no usar una expresión demodé como “pueblo.” Por otro lado, más allá de los perjuicios del barroquismo del lenguaje, vos no podés pretender ganar una influencia en esta sociedad diciendo “lo que la Argentina necesita es una revolución socialista ya” porque, desgraciadamente, nadie te va a escuchar. La industria cultural del capitalismo ha venido haciendo una labor sistemática para crear anticuerpos efectivos que neutralicen aquel discurso. Pero se puede decir lo mismo de otra manera, más sutil, señalando el carácter insostenible o inviable del desarrollo capitalista en un país como la Argentina y diciendo algo así como: “con este sistema nos vamos a quedar sin agua, no vamos a tener más oxígeno, no va a quedar un árbol en pie, con este sistema van a desaparecer innumerables especies animales y vegetales, se rompe la cadena biológica, no vamos a tener qué comer y todo esto es por el capitalismo”. Esto es una manera distinta de decir lo mismo. Y yo noto que muchos de los grupos de la izquierda creen que diciendo lo otro “que necesitamos la revolución socialista ya” van a convencer a alguien. Se equivocan, porque en el imaginario popular la idea de la revolución está asociada a la del “baño de sangre” y este es un dato fundamental que tenemos que tener en cuenta. Y la gente no quiere eso, aún para construir un sistema que pueda redimirlos de la opresión y explotación de que son objeto. Otra cosa es que, por ahí, en el proceso de transformación la violencia sea inevitable porque la derecha hará uso de ella de manera salvaje, pero una cosa es que sea ineludible como producción histórica y otra bien distinta es que se la esté predicando como necesidad fatal e inexorable de cualquier proyecto de cambio. La gente te dice: “no, no quiero eso, prefiero languidecer en el capitalismo a enfrentarme a los horrores de la revolución social”. Un gran cientista social de izquierda como Barrington Moore estudió este tema con gran detalle para fundamentar esta misma conclusión. Con esto no quiero decir que no haya que hablar de la revolución, yo de hecho lo hablo todo el tiempo, pero la manera de decirlo, de explicarlo, de argumentarlo requiere un esfuerzo que te obliga a salir de la torre de marfil de los intelectuales autorreferenciados y utilizar un lenguaje comprensible para el público general. Creo que gran parte del problema del debate actual de los intelectuales es precisamente ese: la autorreferencialidad.
Otro problema que veo es el primado de una actitud binaria, maniquea, que no admite matices: si no estás totalmente alineado con el gobierno te califican como un irreductible opositor, aliado a los peores intereses de este país. No se aceptan matices, coincidencias parciales, acuerdos tácticos: se está con el gobierno o se es su mortal enemigo. No creo en esa clase de antinomias, válidas tal vez en un contexto revolucionario pero de ninguna manera en una situación como la que caracteriza a la Argentina de hoy. Creo que Carta Abierta ha ido modificando su posición de una manera que me parece positiva porque en su última carta habla de la necesidad de una reforma tributaria y plantea algunas críticas -si bien tímidas- al gobierno. Ojalá que el debate se profundice. Claro está que hay otro problema: la tendencia de muchos de los intelectuales del oficialismo -o de su sistema de alianzas-  a pensar que cualquier crítica que se formule a la gestión del gobierno le “hace el juego a la derecha”. Me pregunto: ¿Es hacerle el juego a la derecha exigir que se adopte una política tributaria progresiva, que grave las grandes fortunas y las ganancias de las grandes empresas, o la renta financiera producida en el casino financiero global, o que impida la escandalosa fuga de capitales como la que ocurriera el año pasado? ¿Es “hacerle el juego a la derecha” proponer el reemplazo de la ultra-neoliberal Carta Orgánica del Banco Central parida por Domingo Cavallo en los noventas, o derogar la infame “Ley de Entidades Financieras” de Videla y Martínez de Hoz?  ¿Es “hacerle el juego a la derecha” advertir que por falta de una adecuada financiación para las organizaciones populares los grandes beneficiarios de la Ley de Medios serán nuevos grupos empresariales como Vila-Manzano, Hadad o de Narváez?  Es “hacerle el juego a la derecha” decir que la intervención del INDEC es una cuestión escandalosa que conspira contra la sociedad y contra el propio gobierno al arruinar la fuente de información más importante sobre la sociedad y la economía argentinas?. Todavía estoy esperando que alguno de los intelectuales que están apoyando a este gobierno le adviertan que de esta manera no avanzamos un ápice en el conocimiento de la sociedad argentina y que bajo estas condiciones es poco menos que imposible hacer políticas inteligentes y efectivas porque inclusive el gobierno no sabe el terreno sobre el cual está pisando al haber destruido una de las bases fundamentales para el estudio de la estructura social argentina, a partir de la cual se debería desarrollar una efectiva política social. Y eso no se dice, aunque sin duda lo piensan, porque los que se atrevieran a decirlo temen ser acusados de destituyentes. O sea, ahí aparecen la censura o la intransigencia de algunos sectores del gobierno perversamente articulados con la autocensura de algunos intelectuales. No están en mejor posición aquellos que se limitan a gritar que está todo mal: la gente no les cree porque no es cierto. En algunas cosas han habido avances significativos, pero están bien lejos de ser suficientes. La Argentina tiene una agenda enorme de transformaciones sociales adelante, y yo espero que la presidenta se de cuenta de eso. Ella es una mujer inteligente pero, por supuesto, responde también a un juego de fuerzas y de intereses económicos que difícilmente le van a abrir el camino para una política audaz de transformación social como la que este país necesita urgentemente.
MFT: Uno de los ejes de tu exposición fue la transmisión. Primero la transmisión en cuanto al relato ¿no? Hablaste de que los intelectuales sólo discuten en los términos de ese gran relato del gobierno y no más allá. También hablaste del intelectual autorreferencial que discute sólo retórica, es decir, el concepto por el concepto mismo escindido de la realidad. Y luego, hablaste de la transmisión como el eje fundamental para que un intelectual se convierta en un intelectual público ¿no? La transmisión necesariamente tiene que ser llana, abierta, concreta, precisa, simple, para expresar asuntos de enorme complejidad como los que nos atañen. Y, finalmente, hablaste de otro problema de la transmisión que es cuando dabas el ejemplo del INDEC.  Apuntabas que los datos oficiales que da el INDEC no reflejan la realidad y que ahí la transmisión es obliterada en cuanto al dato, a las cifras. Entonces, indudablemente, la cuestión de la transmisión es algo ligado al terreno intelectual y es algo que el intelectual que tenemos no ha sabido / podido resolver ¿Vos crees que sea posible en la Argentina, en este contexto, un intelectual que pueda desandar estos canales? ¿Que pueda informar sobre las cifras reales y alarmantes del INDEC, que pueda sentarse ante sus pares -en esto que se ha convertido más mediático- y ser crítico con su propia corporación, decirle la verdad al poder e informar al público general?   
AB: Claro. Mirá, yo creo que sí hay gente capacitada para ese rol de intelectuales públicos. El tema es que cuando hablamos de transmisión también tenemos que hablar de cuáles son los mecanismos de transmisión. Hoy en día hay en la Argentina una estructura de medios fuertemente oligopolizada: hay todo un enorme aparato de medios de la derecha, en el cual gente como yo no tiene absolutamente ninguna chance de hacerse oír (y tampoco nos interesa hacer acto de presencia en medios que fueron cómplices de la dictadura genocida); y tenés un aparato cada vez más grande, armado por el gobierno -pero que todavía no tiene ni remotamente la fuerza del otro- y en donde lo que prevalece es una actitud de subordinación a la línea oficial y a las “verdades” establecidas en el relato gubernamental. En ambos casos están ausentes las condiciones que harían posible un debate serio acerca de las alternativas que podría enfrentar la Argentina. Los oligopolios tradicionales, el “latifundio mediático” como dice Evo, están radicalmente opuestos a este gobierno y no le reconocerán ningún mérito. No hay lugar para hacer aportes positivos para la solución de algunos asuntos que vemos como problemas reales de este gobierno como el tema de la sojización, la implementación de la Ley de Glaciares, la inflación, que es un tema real y suicidamente negado, pero que cualquiera que tenga un mínimo contacto con la realidad sabe que la inflación existe y que está carcomiendo el bolsillo de los trabajadores. Tiene que resolver el tema de la enorme regresividad tributaria de la política fiscal: los más pobres pagan más impuestos que los más ricos. Esto está demostrado por todos los estudios. Este gobierno también tiene que resolver el tema de la extranjerización de la vida económica. Ahora, hace bien poco, empezaron con el tema de la Ley de Tierras, pero este gobierno ya lleva ocho años… ¿Recién ahora se dan cuenta que la Ley de Tierras era algo necesario? Como hace poco lo señaló un economista claramente identificado con el gobierno de Cristina Fernández, los famosos noventas terminaron hace ocho años, y aún hay demasiadas secuelas de ese período que siguen abrumando a los argentinos. Pero en los medios hegemónicos nada de esto se puede discutir seriamente.
MFT: Tenemos la Ley Antiterrorista…
AB: Tenemos la Ley Antirrorista para colmo. Si, un error muy grave de este gobierno. Entonces  ¿Quién te banca para que puedas decir estas cosas? ¿Dónde puede alguien salir a debatir estas cosas? Yo no voy a salir a decirlas en La Nación o en Clarín -repito: tampoco quiero- pero hasta ahora tampoco me parece que se hayan discutido seriamente, con un genuino intercambio de ideas enfrentadas, en 678 o en Tiempo Argentino. Afortunadamente algunas se han discutido en Página 12 y punto, pero no basta con ello. En consecuencia, no hay mucho espacio para transmitir un pensamiento crítico, que sea productivo, que represente lo que está pasando realmente y que deje de ser simplemente un aparato apologético al servicio del gobierno o un aparato de difamación al servicio de la oposición. Superar esa antinomia es uno de los grandes desafíos de nuestro tiempo.
MFT: ¿Y vos crees que a la sociedad le preocupa este debate del intelectual y los medios?
AB: Si, yo creo que si. A la sociedad le preocupa. A la gente, al ciudadano. Si no le preocupara este tema, no tendrían las actitudes que tienen en relación a, por ejemplo, lo que se difunde en los distintos medios. La gente exhibe una marcada desconfianza de las noticias y las interpretaciones difundidas por La Nación o Clarín, pero al mismo tiempo también desconfía de lo que dice el gobierno. Y eso es real. Sin dudas que 678 hizo una tarea muy importante en un momento, en el fragor de la crisis desatada por la resolución 125, pero también creo que hoy 678 tendría que dejar de ser un “anti-Clarín” y avanzar con una agenda propia, y convertirse en la gran caja de resonancia de un debate nacional en donde deberían aceptar gente que pueda decir algo de lo que decía antes y enriquecer la perspectiva del gobierno nacional con aportaciones críticas pero animadas por un espíritu constructivo, aunque sean, por momentos, muy críticas. ¿Qué esperan para hacer un programa sobre la reforma tributaria, en donde junto a las voces del oficialismo también se manifiesten la de sus críticos? Y con esto no estoy diciendo que la oposición sea buena, o una alternativa superadora. Alguna vez el diputado socialista Jorge Rivas dijo que lo mejor que tenía este gobierno era la oposición, y me parece una interpretación muy acertada. Sin negar los avances producidos: asignación universal, estatización AFJP, quita de los bonos de la deuda externa, depuración de la Corte Suprema, Ley de Medios, Matrimonio Igualitario, ampliación cobertura previsional, entre otros, las tareas pendientes que tiene ante sí Cristina son de una enorme importancia además de urgentes. Queda poco tiempo porque la crisis capitalista nos va a golpear de una manera durísima este año y el que viene, y el malestar social cada día se expresa con más fuerza en marchas, protestas y movilizaciones a lo largo y a lo ancho del país. Ante eso, el gobierno tiene que enfrentar algunas tareas impostergables en la economía y en la sociedad y no veo que lo esté haciendo. La conclusión es clara: si no radicaliza sus políticas (que nada tiene que ver con “profundizar un modelo” cuyo código genético es inocultablemente neoliberal) su debilitamiento será inevitable y la Argentina podría entrar, otra vez, en uno de sus conocidos y recurrentes ciclos de desestabilización económica y política que tanto dolor y tanta muerte han costado a este país.
La novedad de la nota, para mi, quizás radique en descubrirme también boroniana.
MFT, febrero 2012, Bs As

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