París, invierno de 1950, cold war. El fotógrafo sonríe, tenso, detrás de la cámara. Trabaja con 6 x 6, como debe ser si se tiene en cuenta la envergadura del reportaje: nada menos que Life. PARÍS. CAPITAL DEL AMOR. ESPONTÁNEO, le ha telegrafiado el editor y está dispuesto a cumplir. American Life es casi la gloria, más todavía para un fotógrafo francés apenas cinco años después de terminada la guerra: Life is Life and bucks are bucks, piensa y quizás murmure –en el idioma del dinero– detrás de la cámara, sobre todo si se tiene en cuenta el cambio, la precariedad del franco.
Robert Doisneau tiene oficio de sobra, sabe lo que hace. Ha montado su cámara en un café de París, con el objetivo enfocado en la vereda. No es un café cualquiera: el ojo, detrás de la cámara, aprecia un fondo que es casi ideal: el edificio del Ayuntamiento, icono de la ciudad sin necesidad de caer en la obviedad del Arco del Triunfo o de la torre Eiffel.
En beneficio del mito podría suponerse ahora una larga y nerviosa espera hasta la improbable concreción de la escena: una pareja besándose, apasionada, adelantada al fondo de la solemne construcción del Ayuntamiento: eso es París, la capital del amor, anclada en la visión de Hollywood, esa realidad. (Imaginen –no importa si antes o después– a Bogart y la Bergman en el racconto parisiense de Casablanca, a Gary Cooper o a Cary Grant y sus damas de ocasión y todo tan simpático y final feliz. ¿Qué otra cosa es el amor?) Pero Robert Doisneau no es un productor de Hollywood sino un fotógrafo francés: para él la obscenidad no es arte sino que simplemente le resulta obscena y, además, peligrosa e incluso traidora, y entonces…
El fotógrafo –que no es obsceno y jamás aceptaría ser alcahuete, denunciante o traidor (digámoslo de una vez: no va robar una foto a escondidas, a causarle problemas a un amor clandestino poniéndolo en evidencia en la portada de Life)– tampoco está dispuesto a renunciar (Life is Life and bucks are bucks, casi la gloria, por si hiciera falta remarcarlo). Pero ese tampoco tiene sus reglas, no va a montar la escena así como así: Hollywood, a pesar de todo, no es la realidad. Por eso, desechando la solución fácil de contratar actores parisienses para la ilusión americana, Robert Doisneau espera un milagro en una calle de París. Y ese milagro ocurre.
Francoise Bornet y Jacques Carteaud han soñado, cada uno por su parte, con ser actores. Esos sueños, acunados quién sabe por qué historias personales, los han llevado seis meses antes a los Cursos Simon –una suerte de Academias Pittman de la actuación– en busca del lugar que, creían, los estaba esperando. Y en ese encuentro, aún sin renunciar a sus sueños, se han enamorado.
Francoise Bornet y Jacques Carteaud desconocen que sus sueños serán un fracaso, pero sí saben que –en ese momento, en ese lugar, y soñando con un futuro que no conocen pero que equivocadamente presumen glorioso– están enamorados.
Y, camino a la clase en los Cursos Simon, se besan en una vereda de París, ocupada por las mesas de un café, frente al Ayuntamiento donde un fotógrafo que espera un milagro pero no está dispuesto a traicionar los ve. Los ve besarse como quizás él nunca pudo besar a nadie. Los ve besarse como imagina que dos enamorados deben besarse. Francoise Bornet y Jacques Carteaud se besan.
Robert Doisneau –que ha dejado la cámara montada a la espera de un milagro– está mordiendo su tercer croissant cuando los ve besarse. El instante de la mirada, del descubrimiento, es indescriptible: los ve. El oficio hace lo que debe hacer: el fotógrafo se levanta –salta venciendo un pudor y una duda– de su asiento en el café, se les acerca (les corta ominosamente el paso) y los encara.
Aún en su significación histórica (es decir, lo que aprés coup significará en la historia del arte) el diálogo del fotógrafo y la pareja es tan irrecuperable cuanto banal. Lo único que importa es que ellos (Francoise Bornet y Jacques Carteaud) acceden a un requerimiento del fotógrafo que es imperioso deseo: reproducir una realidad para hacerla real.
Jacques Carteaud (es de suponer que él ha tomado la iniciativa) y Francoise Bornet aceptan reproducir eso (aquello) que han repetido sin pensar desde que han descubierto que se desean para que Robert Doisneau –pero, en ese momento, en esa circunstancia del asalto casi salvaje en la vereda del café, frente al Ayuntamiento, ni siquiera conocen su nombre, tanto como ignoran que sus propios nombres tendrán una ajena inmortalidad– los fotografíe en un beso que (no saben) será El Beso.
La escena –la foto– es la que todos han visto: una pareja de jóvenes enamorados besándose (apasionadamente) en una vereda de París, enmarcados por el Ayuntamiento (anclaje, circunstancia de lugar, lo que Life necesitaba y Doisneau sabía que el editor de Life quería, deseaba… ineluctablemente publicaría y le pagaría por tratarse de la ciudad del amor).
Bornet y Carteaud han repetido el beso que Doisneau ha descubierto –milagrosamente– desde su mesa de café parisino. Lo repiten para que sea igual: el fotógrafo quiere ese beso y, si eso no fuera suficiente, ellos son (sueñan que son) actores. Se besan y es posible suponer que el sabor es el mismo del anterior (cuando no sabían que…) pero potenciado por algo que quizás –pero ellos no saben definirlo– sea adrenalina, o tal vez, ilusión de inmortalidad: la posible entidad de toda fotografía.
Robert Doisneau tiene oficio (ya se ha dicho y el tiempo se ha ocupado de demostrar que era más que eso) y lo pone en práctica, aún sin darse cuenta. Tiene la cámara sólidamente montada sobre el trípode, en el interior del café. El fondo ya está definido y no cambiará: es el (símbolo, señal, referencia, anclaje) Ayuntamiento. El foco, claro, está en la pareja (Francoise Bornet y Jacques Carteaud, ahora comprometidos en la precaria inmortalidad de una página –o quizás la portada– de American Life); pero al fotógrafo le hace falta algo más: eso que reafirme, que le dé entidad a aquello que pedía el editor de la revista: la espontaneidad; es decir: París, capital del amor y que el mero Ayuntamiento, por sí solo, no puede: hay que ayudar (armar) al contexto.
Ya se ha dicho más de una vez: a Robert Doisneau le sobra oficio. Pero precisamente por eso, el contexto que ha armado no le alcanza (no es digno –siente, intuye, piensa– de él). Y lo que ha armado no es poco: además de la pareja (Francoise Bornet y Jacques Carteaud y sus ilusiones, pero para él apenas piezas de una composición mucho más compleja que la que podría exigir y pagar Life) ha enfocado la cámara sobre el hombro de un ocasional parroquiano del café. El oficio del fotógrafo –casi, pero mucho más que, un reportero gráfico– encuentra ese hombro, ese pedazo anónimo de cabeza de parroquiano en primer plano y, rozándolo en un costado del encuadre, pone el foco en la pareja y en el beso (lo que buscaba, lo que importaba) y entonces…
Aparece y es otro milagro. Robert Doisneau tiene el ojo en la lente para, en el momento preciso, presionar el percutor y sacar la mejor foto posible –él lo sabe– del amor en París, la capital del amor. Francoise Bornet y Jacques Carteaud hacen lo suyo, lo convenido, y lo que no les cuesta nada, aún en la impostura: besarse, mostrar (inmortalizar –sueñan y el sueño se les hará fatídica realidad–) el amor de dos parisinos que sueñan en 1950. Está también el necesario hombro del parroquiano que miente la espontaneidad de la falsa instantánea, pero hay algo más y Doisneau lo ve y –no es él, es su oficio, que no deja de ser él– aprieta el percutor, dispara.
El coronel Fiodor Mijailovich Nefvakov no espera sorpresas esa mañana invernal que le ha tocado vivir en París. Es un dormido, y como todo dormido piensa –siente, intuye, sabe– que seguirá en su sueño cosmopolita hasta que sea necesario despertar. Se ha tocado con una típica boina que ha empezado a gustarle y unos anteojos que –aún cuando no quisiera confesárselo– le son cada día más necesarios. Casi ha olvidado, después de cuatro años en París bajo la falsa personalidad de Pierre Vincent, que es un hombre que busca la igualdad entre los hombres, un espía –un militante– de la dictadura del proletariado. Es casi natural: hasta el imprevisible momento en que reciba órdenes no tiene nada que hacer: es un dormido. Pero aún dormido tiene que vivir.
Fiodor Mijailovich ha encontrado una coartada en los museos parisienses: un cuadro por día es una eternidad para esperar el momento de despertar. Hay tantos que, aún durmiendo toda su vida, no tendrá tiempo para preguntas. Fiodor no se pregunta nada esa mañana de 1950. Su rutina le indica los pasos a seguir hasta el Louvre, sin pensar cuáles serán sus pasos –vaya descuido para un espía soviético o de cualquier nacionalidad– ni preguntarse por la existencia de un Ayuntamiento o un café.
Podría decirse –si se mira bien la fotografía– que al ruso tampoco le interesa la pareja que se besa delante de sus narices. No le presta atención al beso de Francoise Bornet y Jacques Carteaud; tampoco sabe que acaban de tomarle una foto que, antes de que transcurra un mes, será portada de Life. Ignora también que en una oscura oficina de Washington alguien a quien él no conoce lo reconocerá en la fotografía y dará un aviso.
Jacques Carteaud se separó de Francoise Bornet seis meses después del beso. Su vida transcurrió anónima hasta su encuentro con una muerte también anónima.
En 1992, después de cuarenta años de leyenda, Robert Doisneau confesó en un reportaje que El Beso frente al Ayuntamiento había sido armado. Murió en 1994.
En 2005, a los 75 años, Francoise Bornet obtuvo en una subasta el precio récord de 201.000 dólares por la venta de su copia (regalo de Doisneau) de El Beso.
En la primavera de 1950, el coronel Fiodor Mijailovich Nefvakov fue interceptado en una calle de París por cuatro hombres armados que lo obligaron a subir a un Citröen negro. Nunca más se supo de él.
Robert Doisneau tiene oficio de sobra, sabe lo que hace. Ha montado su cámara en un café de París, con el objetivo enfocado en la vereda. No es un café cualquiera: el ojo, detrás de la cámara, aprecia un fondo que es casi ideal: el edificio del Ayuntamiento, icono de la ciudad sin necesidad de caer en la obviedad del Arco del Triunfo o de la torre Eiffel.
En beneficio del mito podría suponerse ahora una larga y nerviosa espera hasta la improbable concreción de la escena: una pareja besándose, apasionada, adelantada al fondo de la solemne construcción del Ayuntamiento: eso es París, la capital del amor, anclada en la visión de Hollywood, esa realidad. (Imaginen –no importa si antes o después– a Bogart y la Bergman en el racconto parisiense de Casablanca, a Gary Cooper o a Cary Grant y sus damas de ocasión y todo tan simpático y final feliz. ¿Qué otra cosa es el amor?) Pero Robert Doisneau no es un productor de Hollywood sino un fotógrafo francés: para él la obscenidad no es arte sino que simplemente le resulta obscena y, además, peligrosa e incluso traidora, y entonces…
El fotógrafo –que no es obsceno y jamás aceptaría ser alcahuete, denunciante o traidor (digámoslo de una vez: no va robar una foto a escondidas, a causarle problemas a un amor clandestino poniéndolo en evidencia en la portada de Life)– tampoco está dispuesto a renunciar (Life is Life and bucks are bucks, casi la gloria, por si hiciera falta remarcarlo). Pero ese tampoco tiene sus reglas, no va a montar la escena así como así: Hollywood, a pesar de todo, no es la realidad. Por eso, desechando la solución fácil de contratar actores parisienses para la ilusión americana, Robert Doisneau espera un milagro en una calle de París. Y ese milagro ocurre.
Francoise Bornet y Jacques Carteaud han soñado, cada uno por su parte, con ser actores. Esos sueños, acunados quién sabe por qué historias personales, los han llevado seis meses antes a los Cursos Simon –una suerte de Academias Pittman de la actuación– en busca del lugar que, creían, los estaba esperando. Y en ese encuentro, aún sin renunciar a sus sueños, se han enamorado.
Francoise Bornet y Jacques Carteaud desconocen que sus sueños serán un fracaso, pero sí saben que –en ese momento, en ese lugar, y soñando con un futuro que no conocen pero que equivocadamente presumen glorioso– están enamorados.
Y, camino a la clase en los Cursos Simon, se besan en una vereda de París, ocupada por las mesas de un café, frente al Ayuntamiento donde un fotógrafo que espera un milagro pero no está dispuesto a traicionar los ve. Los ve besarse como quizás él nunca pudo besar a nadie. Los ve besarse como imagina que dos enamorados deben besarse. Francoise Bornet y Jacques Carteaud se besan.
Robert Doisneau –que ha dejado la cámara montada a la espera de un milagro– está mordiendo su tercer croissant cuando los ve besarse. El instante de la mirada, del descubrimiento, es indescriptible: los ve. El oficio hace lo que debe hacer: el fotógrafo se levanta –salta venciendo un pudor y una duda– de su asiento en el café, se les acerca (les corta ominosamente el paso) y los encara.
Aún en su significación histórica (es decir, lo que aprés coup significará en la historia del arte) el diálogo del fotógrafo y la pareja es tan irrecuperable cuanto banal. Lo único que importa es que ellos (Francoise Bornet y Jacques Carteaud) acceden a un requerimiento del fotógrafo que es imperioso deseo: reproducir una realidad para hacerla real.
Jacques Carteaud (es de suponer que él ha tomado la iniciativa) y Francoise Bornet aceptan reproducir eso (aquello) que han repetido sin pensar desde que han descubierto que se desean para que Robert Doisneau –pero, en ese momento, en esa circunstancia del asalto casi salvaje en la vereda del café, frente al Ayuntamiento, ni siquiera conocen su nombre, tanto como ignoran que sus propios nombres tendrán una ajena inmortalidad– los fotografíe en un beso que (no saben) será El Beso.
La escena –la foto– es la que todos han visto: una pareja de jóvenes enamorados besándose (apasionadamente) en una vereda de París, enmarcados por el Ayuntamiento (anclaje, circunstancia de lugar, lo que Life necesitaba y Doisneau sabía que el editor de Life quería, deseaba… ineluctablemente publicaría y le pagaría por tratarse de la ciudad del amor).
Bornet y Carteaud han repetido el beso que Doisneau ha descubierto –milagrosamente– desde su mesa de café parisino. Lo repiten para que sea igual: el fotógrafo quiere ese beso y, si eso no fuera suficiente, ellos son (sueñan que son) actores. Se besan y es posible suponer que el sabor es el mismo del anterior (cuando no sabían que…) pero potenciado por algo que quizás –pero ellos no saben definirlo– sea adrenalina, o tal vez, ilusión de inmortalidad: la posible entidad de toda fotografía.
Robert Doisneau tiene oficio (ya se ha dicho y el tiempo se ha ocupado de demostrar que era más que eso) y lo pone en práctica, aún sin darse cuenta. Tiene la cámara sólidamente montada sobre el trípode, en el interior del café. El fondo ya está definido y no cambiará: es el (símbolo, señal, referencia, anclaje) Ayuntamiento. El foco, claro, está en la pareja (Francoise Bornet y Jacques Carteaud, ahora comprometidos en la precaria inmortalidad de una página –o quizás la portada– de American Life); pero al fotógrafo le hace falta algo más: eso que reafirme, que le dé entidad a aquello que pedía el editor de la revista: la espontaneidad; es decir: París, capital del amor y que el mero Ayuntamiento, por sí solo, no puede: hay que ayudar (armar) al contexto.
Ya se ha dicho más de una vez: a Robert Doisneau le sobra oficio. Pero precisamente por eso, el contexto que ha armado no le alcanza (no es digno –siente, intuye, piensa– de él). Y lo que ha armado no es poco: además de la pareja (Francoise Bornet y Jacques Carteaud y sus ilusiones, pero para él apenas piezas de una composición mucho más compleja que la que podría exigir y pagar Life) ha enfocado la cámara sobre el hombro de un ocasional parroquiano del café. El oficio del fotógrafo –casi, pero mucho más que, un reportero gráfico– encuentra ese hombro, ese pedazo anónimo de cabeza de parroquiano en primer plano y, rozándolo en un costado del encuadre, pone el foco en la pareja y en el beso (lo que buscaba, lo que importaba) y entonces…
Aparece y es otro milagro. Robert Doisneau tiene el ojo en la lente para, en el momento preciso, presionar el percutor y sacar la mejor foto posible –él lo sabe– del amor en París, la capital del amor. Francoise Bornet y Jacques Carteaud hacen lo suyo, lo convenido, y lo que no les cuesta nada, aún en la impostura: besarse, mostrar (inmortalizar –sueñan y el sueño se les hará fatídica realidad–) el amor de dos parisinos que sueñan en 1950. Está también el necesario hombro del parroquiano que miente la espontaneidad de la falsa instantánea, pero hay algo más y Doisneau lo ve y –no es él, es su oficio, que no deja de ser él– aprieta el percutor, dispara.
El coronel Fiodor Mijailovich Nefvakov no espera sorpresas esa mañana invernal que le ha tocado vivir en París. Es un dormido, y como todo dormido piensa –siente, intuye, sabe– que seguirá en su sueño cosmopolita hasta que sea necesario despertar. Se ha tocado con una típica boina que ha empezado a gustarle y unos anteojos que –aún cuando no quisiera confesárselo– le son cada día más necesarios. Casi ha olvidado, después de cuatro años en París bajo la falsa personalidad de Pierre Vincent, que es un hombre que busca la igualdad entre los hombres, un espía –un militante– de la dictadura del proletariado. Es casi natural: hasta el imprevisible momento en que reciba órdenes no tiene nada que hacer: es un dormido. Pero aún dormido tiene que vivir.
Fiodor Mijailovich ha encontrado una coartada en los museos parisienses: un cuadro por día es una eternidad para esperar el momento de despertar. Hay tantos que, aún durmiendo toda su vida, no tendrá tiempo para preguntas. Fiodor no se pregunta nada esa mañana de 1950. Su rutina le indica los pasos a seguir hasta el Louvre, sin pensar cuáles serán sus pasos –vaya descuido para un espía soviético o de cualquier nacionalidad– ni preguntarse por la existencia de un Ayuntamiento o un café.
Podría decirse –si se mira bien la fotografía– que al ruso tampoco le interesa la pareja que se besa delante de sus narices. No le presta atención al beso de Francoise Bornet y Jacques Carteaud; tampoco sabe que acaban de tomarle una foto que, antes de que transcurra un mes, será portada de Life. Ignora también que en una oscura oficina de Washington alguien a quien él no conoce lo reconocerá en la fotografía y dará un aviso.
Jacques Carteaud se separó de Francoise Bornet seis meses después del beso. Su vida transcurrió anónima hasta su encuentro con una muerte también anónima.
En 1992, después de cuarenta años de leyenda, Robert Doisneau confesó en un reportaje que El Beso frente al Ayuntamiento había sido armado. Murió en 1994.
En 2005, a los 75 años, Francoise Bornet obtuvo en una subasta el precio récord de 201.000 dólares por la venta de su copia (regalo de Doisneau) de El Beso.
En la primavera de 1950, el coronel Fiodor Mijailovich Nefvakov fue interceptado en una calle de París por cuatro hombres armados que lo obligaron a subir a un Citröen negro. Nunca más se supo de él.
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