"Hasta ahora, los filósofos han tratado de comprender el mundo; de lo que se trata sin embargo, es de cambiarlo" Karl Marx

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domingo, 5 de junio de 2011

La rebelión al “no te metás”

Testigos ocasionales de los operativos están aportando su relato en los procesos por crímenes de lesa humanidad. Desde una mirada diferente a la de los familiares, subrayan sus pequeños actos de resistencia y los episodios que ellos mismos vivieron vinculados a la represión.
Las audiencias de los juicios orales por los crímenes de lesa humanidad convocan no sólo a sobrevivientes de los centros de exterminio o sus familias, sino a testigos ocasionales de los operativos. Vecinos de los departamentos donde vivían a quienes secuestraron; habitantes de las casas contiguas. También bomberos, médicos o porteros. Algunos no habían declarado jamás. En los juicios se reavivan los miedos, las respiraciones jadeantes de esos días. Y la sucesión de relatos parece empezar a mostrar el punto en el que el terror empujó al cierre de las puertas: la voz de mando de una patota clausurando la mirada, obligándolos a aquello del “métase adentro” o “acá nunca hubo nada”. Pero el entramado también muestra fisuras. Algunos agacharon el cuerpo para mirar por el ojo de una cerradura o entraron a una casa desmantelada a rescatar a algún niño. Hay voces y diálogos que están aportando a modo de pruebas. El camino permite pensar –aun a modo de equívoco– que las escenas clausuradas treinta y pico de años atrás pueden volver a mirarse, como si se rearmara un puente cortado por el espanto.
Uno de los testigos-vecinos paradigmáticos de los últimos meses fue Eustacio Galeano. Galeano vive donde vivía en 1977: un taller de marcos de La Boca, abajo de la pieza de Remo Berardo, el artista plástico del grupo de la Santa Cruz que buscaba a su hermano y fue secuestrado el 8 de diciembre de ese año. Galeano no había declarado hasta ahora. La fiscalía del juicio oral por la ESMA lo convocó y el relato permitió probar por primera vez –en la lógica de la prueba penal– el secuestro de Berardo.
Su negocio estaba en la calle Magallanes, y arriba funcionaba la sala de arte de lo que había sido la carbonería de los padres de Quinquela Martín, donde vivía Remo Berardo. “Iba a aprender dibujo y pintura con Quinquela –dijo Galeano en la audiencia–, pasaba por el taller y me mostraba qué era lo que estaba haciendo.” Durante la inauguración de alguna exposición, por el local pasó el “almirante Massera” y la “señora de Videla” fue a comprar unos cuadros: “Vino un par de veces, venía, se llevaba, me firmaba y yo tenía que ir a cobrar al Comando”.
Galeano no recordó el día exacto del operativo pero conserva las imágenes intactas: “Estaba yo con un par de clientes, en realidad con una cliente y el marido y la dueña de casa, pasa Berardo por el patio, con una chica vestida de blanco y me saluda y entra a la casa. No pasaron dos o tres minutos y aparecen camionetas particulares; una para en el frente, pasando el local, vino de contramano, las otras estaban del otro lado de la calle Garibaldi y estacionó en la puerta donde había entrado Remo Berardo y en ese momento cuando bajan los soldados –estaban vestidos con ropa de fajina—, uno se para en la puerta y me pone una ametralladora en la nariz, y me dice que me meta adentro y cierre la puerta”.
Galeano cerró pero se quedó mirando por la ventana. “Junto con el de la ametralladora estaba la otra persona que con el tiempo y fotos supe quién era”, dijo sobre a quién años después reconoció como Alfredo Astiz. “A los cinco o diez minutos los bajan a Berardo y a la chica, a los dos esposados, y los tiran adentro de la camioneta como dos bolsas de papa, ni los ayudaron a subir. Por la puerta de atrás pude ver gente por los techos con ametralladoras”.
A Galeano le costó presentarse en la audiencia. Dijo que lo hacía porque creía que estaban dadas las condiciones de seguridad, pero el trámite no fue fácil, le despertó un estado de ebullición interno por el que todavía atraviesa y por el cual su familia prefiere que no vuelva a hablar.
Como Galeano hubo otros casos de testigos-vecinos que contaron la orden para cerrar la puerta pero que intentaron subrayar de alguna manera que no lo hicieron, como si esa lógica remitiera a alguna estrategia de resistencia al control total. Galeano miró por la ventana, preservó datos y reconoció a Astiz.
Guillermo Eduardo Foley era vecino del duplex de Martínez de los Reboratti. Asistió al operativo del secuestro, el 6 de julio de 1976, de Laura, una de las hijas de la familia, de 20 años, a quien se llevaron a la ESMA. Foley declaró ahora por primera vez. Lo había intentado años atrás pero fracasó por las leyes de impunidad. Contó que cuando se llevaron a Laura él salía del duplex con sus dos hijos hacia el colegio. No se acordó del día exacto, pero sí que era invierno: “Primero porque mis hijos tenían uniforme de invierno y segundo porque la persona que se dirigió a mí, que era aparentemente el que daba las órdenes, tenía un gamulán no muy oscuro. El del gamulán discutía con unos policías, a mí me gritó que me metiera adentro con los chicos, que no mirara, que no hiciera nada y que ahí no había pasado nada”. Foley se fue pero siguió alerta. Y escuchó gritos. “Habrán pasado quince, veinte minutos; vino Dora –la mamá de Laura– a casa a hablar por teléfono porque le había cortado la línea, y nos contó qué sucedía.”
Yolanda Mastruzzo no se acordó de su número de documento cuando se lo pidieron los jueces pero tenía intacto el tiroteo a la casa de Rodolfo Walsh un día después del secuestro, la bomba que arrojaron los marinos y el robo. Cuando le pidieron el juramento efusivamente dijo que se haga justicia “¡por el susto que me pegué yo esa noche!”.
Ella vivía en la casa lindera. La patota entró primero a su casa equivocadamente buscando a una pareja de “extremistas”. Ella los corrigió diciéndoles que ahí eran “una familia con hijos”. “Nosotros nos fuimos adentro, empezaron a tirar bombas, ¡qué sé yo! Y yo con los chicos todos asustados...”, dijo en el mismo momento en el que dejó de hablar atragantada por las palpitaciones del pecho que subía y bajaba jadeante. Tomó agua. Pidió un “cachito” de tiempo. Sacó un abanico inmenso de la cartera: “Ay, señor, por favor... –dijo–, estoy muy nerviosa recordando todo lo que pasé...”.
La sociedad de las víctimas
¿Qué son esas fisuras? ¿Qué representan? ¿Por qué todavía no se puede hablar de lo que no se hizo, de la parálisis? ¿O es que de esa manera se está hablando?
“Durante el terrorismo de Estado esto funcionó a la manera del trauma en los secretos de familia: la sociedad sabía, todos tenían un conocido, pariente lejano o cercano, amigo de un amigo desaparecido, pero aparecía el ‘de eso no se habla’ en el momento en el que caló la frase del ‘por algo será’ para justificar el hecho traumático, que justifica el no involucramiento. Con el advenimiento del Estado de derecho, el show mediático del horror, todos parecían enterarse de lo que pasó recién en ese momento. Y ahora que se está institucionalizando la idea de que no hubo dos demonios, de que la dictadura era cívico-militar y llegó a excluir e implantar un modelo económico, eso está habilitando el habla”, dice Ana María Careaga, sobreviviente del circuito Atlético Banco Olimpo y directora del Instituto por la Memoria.
Más allá de las razones, los relatos de los juicios hablan. Y con la palabra y el miedo aparece además una revisión de la idea del otro.
Entre los vecinos de Walsh, muchos de los cuales jamás leyeron sus libros, él es recordado como un profesor jubilado que pasea con el changuito de compras, que se para a hablar en el jardín de un vecino de los pájaros o del tren.
Daniel Mundo, docente de la carrera de Comunicación de la UBA y autor de El mundo de Hannah Arendt. Crítica apasionada, dice que Pilar Calveiro fue quien dijo que la sociedad había sido la primera víctima. “Pero que sea víctima no significa que sea inocente”, propone Mundo. “La dictadura quería cambiar esa sociedad que estaba empapada políticamente, que no podía dirimir dentro de los marcos políticos la lucha hegemónica. Y en lugar de desarmar el nudo, lo cortó directamente sustrayendo a una fracción etaria de una generación con cierto compromiso, de formación social y política y gremial”. En ese camino, Mundo problematiza sin embargo también qué pasó con las organizaciones políticas y armadas. “Los aparatos habían abandonado a la sociedad antes del golpe, como también desprotegieron a muchos cuadros, muchos entraron a la clandestinidad, que es una estrategia política, bélica, atrapada en un imaginario y la sociedad comienza a separarse, a no entender cuál es el objetivo”.
El juicio por la ESMA no fue el único lugar donde declararon. Hubo otros que acudieron citados como testigos en el juicio de El Vesubio, del circuito Atlético-Banco-Olimpo, Jefes de Área –sobre todo porteros de edificios– y ahora los hay en el Robo de bebés. Hay algo de la extensión de lo que hasta ahora significó la idea de las víctimas, que podría pensarse en otro de los puntos que está cambiando para abarcar también a quienes hasta ahora estuvieron afuera o del otro lado. Una de las razones es que son ellos los que hablan en los juicios para aportar pruebas que hasta ahora se construyeron por el aporte mayoritario de sobrevivientes y sus familias. Pero hay otra razón. Foley, por ejemplo, mencionó en su relato dos situaciones que no tenían nada que ver con los motivos por los que estaba ahí. Dos episodios en los que él resultó víctima de la represión, situaciones azarosos y hasta menores, pero para él destacables.
Existen otros dos casos con subrayados similares. Un bombero declaró en la audiencia de El Vesubio sobre los cuerpos que levantó en la masacre de Monte Grande. Le costó bastante reconstruir las escenas ante el Tribunal, pero cuando terminó la audiencia el bombero Daniel Anibal Cassimelli se levantó las mangas de la camisa para mostrar con orgullo un tatuaje del Che Guevara mientras insistía en el recuerdo de un primo lejano desaparecido.

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