En el supuesto secuestro de un testigo subyace una trama de impunidad. Habla el militar acusado por la muerte de Ponce de León
Tras el tercer timbrazo, del otro lado de la línea emergió una voz ajada y quebradiza con un saludo casi inaudible. Luego, se escuchó un jadeo.
–Con el señor Manuel, por favor.
–Soy yo. ¿De parte de quién?
Al oír la condición periodística de su interlocutor, su reacción fue increíble:
– ¡No soy yo! Digo, no soy el señor Manuel.
– ¿Y quién se supone que es usted? –quiso saber Miradas al Sur.
–Un vecino. Sólo estoy cuidando la casa.
Su tono sonaba inverosímil.
–No se asuste, coronel. Sólo quiero hacerle una pregunta.
La respuesta de aquel hombre fue el silencio. Pero no cortó la comunicación; a través del auricular se asomaba su jadeo. Finalmente, dijo:
– ¿Qué es lo que quiere?
Su tono ahora era lastimoso.
Hace siete lustros, las cuerdas vocales del entonces teniente coronel Manuel Fernando Saint Amant irradiaban una resonancia más enérgica. Una frase suya le quedaría grabada al obispo de San Nicolás, Carlos Ponce de León, en ocasión de interceder por ocho curas detenidos: “Sí. Los tengo yo. ¿Y qué? Voy a hacer desaparecer a todos los que están con usted”, le contestó el uniformado, antes de hacer una pausa como para medir la reacción del otro. Después, agregó: “A usted todavía no puedo porque es obispo”.
Unas semanas después, durante la madrugada del 11 de julio de 1977, Ponce de León moriría luego de que su vehículo fuera embestido en la ruta 9 por una camioneta. El obispo iba a Buenos Aires con una carpeta para la Nunciatura Apostólica con datos sobre secuestros en San Nicolás y Villa Constitución. Lo acompañaba su ahijado, Víctor Oscar Martínez, de 19 años, quien sobrevivió al presunto accidente que habría sido planificado –a imagen y semejanza del episodio en el que perdió la vida el obispo de La Rioja, Enrique Angelelli– nada menos que por Saint Amant. Eso es lo que, en el transcurso de los años, declararía Martínez ante la Justicia Federal.
Casi en la medianoche del miércoles pasado, Martínez fue encontrado en una esquina del barrio de Flores. No se sabía nada de él desde la tarde del lunes 18 de abril. Ello puso en vilo al Gobierno Nacional y a los organismos de derechos humanos, frente a la posibilidad de que esa ausencia derivara en una remake del caso Julio López. Según Martínez, sus captores –tres sujetos que matizaron su cautiverio con psicofármacos y amenazas– le advirtieron: “Dejá de joderlo al juez”. Se referían –siempre según Martínez– a Carlos Villafuerte Ruzo, quien tiene a su cargo el expediente por la muerte de Ponce de León. Es que ambos mantienen un entredicho: Villafuerte Ruzo lo procesó por “falso testimonio agravado” y el testigo le inició una querella por “persecución religiosa”. El jueves, Martínez ratificó su versión del secuestro ante el titular de la Fiscalía Nº 31, Aldo de la Fuente.
Fue en ese mismo instante cuando, desde su hogar de la calle Edison 402, de San Isidro, Saint Amant dijo por teléfono a Miradas al Sur: “¿Que es lo que quiere?”
–Hablar sobre Ponce de León.
– ¿Y yo que tengo que ver con él?
–Usted está sospechado de ser el autor intelectual de su asesinato.
–Es una falacia. Ese hombre murió en un accidente vial. Jamás se probó lo contrario.
–Antes de morir, usted lo amenazó.
–Otra mentira.
–Las amenazas están documentadas.
– ¡Falso! Sólo teníamos algunas diferencias. Usted se olvida que en ese momento había una guerra.
Dicho esto, se escuchó el click que dio por finalizada la llamada.
–Con el señor Manuel, por favor.
–Soy yo. ¿De parte de quién?
Al oír la condición periodística de su interlocutor, su reacción fue increíble:
– ¡No soy yo! Digo, no soy el señor Manuel.
– ¿Y quién se supone que es usted? –quiso saber Miradas al Sur.
–Un vecino. Sólo estoy cuidando la casa.
Su tono sonaba inverosímil.
–No se asuste, coronel. Sólo quiero hacerle una pregunta.
La respuesta de aquel hombre fue el silencio. Pero no cortó la comunicación; a través del auricular se asomaba su jadeo. Finalmente, dijo:
– ¿Qué es lo que quiere?
Su tono ahora era lastimoso.
Hace siete lustros, las cuerdas vocales del entonces teniente coronel Manuel Fernando Saint Amant irradiaban una resonancia más enérgica. Una frase suya le quedaría grabada al obispo de San Nicolás, Carlos Ponce de León, en ocasión de interceder por ocho curas detenidos: “Sí. Los tengo yo. ¿Y qué? Voy a hacer desaparecer a todos los que están con usted”, le contestó el uniformado, antes de hacer una pausa como para medir la reacción del otro. Después, agregó: “A usted todavía no puedo porque es obispo”.
Unas semanas después, durante la madrugada del 11 de julio de 1977, Ponce de León moriría luego de que su vehículo fuera embestido en la ruta 9 por una camioneta. El obispo iba a Buenos Aires con una carpeta para la Nunciatura Apostólica con datos sobre secuestros en San Nicolás y Villa Constitución. Lo acompañaba su ahijado, Víctor Oscar Martínez, de 19 años, quien sobrevivió al presunto accidente que habría sido planificado –a imagen y semejanza del episodio en el que perdió la vida el obispo de La Rioja, Enrique Angelelli– nada menos que por Saint Amant. Eso es lo que, en el transcurso de los años, declararía Martínez ante la Justicia Federal.
Casi en la medianoche del miércoles pasado, Martínez fue encontrado en una esquina del barrio de Flores. No se sabía nada de él desde la tarde del lunes 18 de abril. Ello puso en vilo al Gobierno Nacional y a los organismos de derechos humanos, frente a la posibilidad de que esa ausencia derivara en una remake del caso Julio López. Según Martínez, sus captores –tres sujetos que matizaron su cautiverio con psicofármacos y amenazas– le advirtieron: “Dejá de joderlo al juez”. Se referían –siempre según Martínez– a Carlos Villafuerte Ruzo, quien tiene a su cargo el expediente por la muerte de Ponce de León. Es que ambos mantienen un entredicho: Villafuerte Ruzo lo procesó por “falso testimonio agravado” y el testigo le inició una querella por “persecución religiosa”. El jueves, Martínez ratificó su versión del secuestro ante el titular de la Fiscalía Nº 31, Aldo de la Fuente.
Fue en ese mismo instante cuando, desde su hogar de la calle Edison 402, de San Isidro, Saint Amant dijo por teléfono a Miradas al Sur: “¿Que es lo que quiere?”
–Hablar sobre Ponce de León.
– ¿Y yo que tengo que ver con él?
–Usted está sospechado de ser el autor intelectual de su asesinato.
–Es una falacia. Ese hombre murió en un accidente vial. Jamás se probó lo contrario.
–Antes de morir, usted lo amenazó.
–Otra mentira.
–Las amenazas están documentadas.
– ¡Falso! Sólo teníamos algunas diferencias. Usted se olvida que en ese momento había una guerra.
Dicho esto, se escuchó el click que dio por finalizada la llamada.
La espada y el calvario. Egresado del Colegio Militar en 1951, el teniente coronel Saint Amant en 1976 fue nombrado jefe del área 132 y del Batallón de Ingenieros de Combate 101, con asiento en San Nicolás. Por entonces, ese hombre que combinaba el uniforme de fajina con unas gafas negras que lo hacían perecer un personaje salido de una película de Costa Gavras, se halló a sus anchas en su nuevo destino. Es que allí brillaban organizaciones católicas integristas como los Legionarios de Cristo Rey y Tradición, Familia y Propiedad. Con tales grupos estaba vinculado un acérrimo enemigo del obispo, el abogado de Somisa –y, con posterioridad, defensor oficial de los Tribunales Federales– Héctor Hernández. Durante su investigación sobre la complicidad de la jerarquía católica con la dictadura, el periodista Horacio Verbitsky exhumó en el archivo de la Cancillería un esquema manuscrito –con una caligrafía idéntica a la de Hernández– en el que figuran nombres y delaciones sobre los sacerdotes de esa ciudad.
El primer informe que Saint Amant envió al jefe del Primer Cuerpo del Ejército, general Guillermo Suárez Mason, constituyó una virtual condena a muerte para Ponce de León. Allí, el teniente coronel consigna que en San Nicolás, “los cuadros más importantes de Montoneros y el ERP salieron de la Iglesia”. Califica al obispo y a sus sacerdotes como “lobos vestidos de ovejas”. Y con respecto a la figura misma de Ponce de León señala que “hace falta lucidez intelectual y cierto coraje para entender que un obispo es traidor a la Iglesia, y para obrar sin el respeto que la doctrina enseña para con el sacerdote cuando éste está destruyendo su Patria y su fe. No sería posible tener éxito en la lucha contra la subversión si no se erradican los males expresados”.
Dos días antes del fatídico 11 de julio, dos agentes de inteligencia acudieron a un sanatorio bonaerense en donde estaba internado el seminarista Nicolás Gómez. Querían saber cuándo el obispo iría a visitarlo. También preguntaron por la carpeta que Ponce de León tenía planeado llevar a la Nunciatura Apostólica. Ya se sabe que a las seis de la mañana de ese lunes, el Renault 6 en el que iban el sacerdote y Martínez fue embestido por una pick up Ford F100, conducida por un tal Luis Antonio Martínez, quien estaba acompañado por Carlos Sergio Bottini, un presunto hacendado que manifestó ser gerente de una empresa llamada Agropolo.
Ahora se sabe que Luis Martínez tenía –a raíz de un accidente automóvilístico sucedido tres años antes en González Catán– una causa penal por “homicidio culposo de un NN”. Y que la firma Agropolo funcionaba en una oficina ubicada en Viamonte 1866, a metros del cuartel general del Batallón 601. Cabe destacar que, por regla, dicho organismo no permitía que alguien fuera de su control comprara o alquilara locales vecinos. No menos sugestivo es que Bottini fuera el hermano menor de Alejandro Atilio Bottini, un agente civil que prestaba servicios en la Jefatura II de Inteligencia del Ejército, de la cual dependía el Batallón 601.
El primer informe que Saint Amant envió al jefe del Primer Cuerpo del Ejército, general Guillermo Suárez Mason, constituyó una virtual condena a muerte para Ponce de León. Allí, el teniente coronel consigna que en San Nicolás, “los cuadros más importantes de Montoneros y el ERP salieron de la Iglesia”. Califica al obispo y a sus sacerdotes como “lobos vestidos de ovejas”. Y con respecto a la figura misma de Ponce de León señala que “hace falta lucidez intelectual y cierto coraje para entender que un obispo es traidor a la Iglesia, y para obrar sin el respeto que la doctrina enseña para con el sacerdote cuando éste está destruyendo su Patria y su fe. No sería posible tener éxito en la lucha contra la subversión si no se erradican los males expresados”.
Dos días antes del fatídico 11 de julio, dos agentes de inteligencia acudieron a un sanatorio bonaerense en donde estaba internado el seminarista Nicolás Gómez. Querían saber cuándo el obispo iría a visitarlo. También preguntaron por la carpeta que Ponce de León tenía planeado llevar a la Nunciatura Apostólica. Ya se sabe que a las seis de la mañana de ese lunes, el Renault 6 en el que iban el sacerdote y Martínez fue embestido por una pick up Ford F100, conducida por un tal Luis Antonio Martínez, quien estaba acompañado por Carlos Sergio Bottini, un presunto hacendado que manifestó ser gerente de una empresa llamada Agropolo.
Ahora se sabe que Luis Martínez tenía –a raíz de un accidente automóvilístico sucedido tres años antes en González Catán– una causa penal por “homicidio culposo de un NN”. Y que la firma Agropolo funcionaba en una oficina ubicada en Viamonte 1866, a metros del cuartel general del Batallón 601. Cabe destacar que, por regla, dicho organismo no permitía que alguien fuera de su control comprara o alquilara locales vecinos. No menos sugestivo es que Bottini fuera el hermano menor de Alejandro Atilio Bottini, un agente civil que prestaba servicios en la Jefatura II de Inteligencia del Ejército, de la cual dependía el Batallón 601.
El socio del silencio. Hay un hecho que pinta al juez Villafuerte Ruzo por entero. En la madrugada del 17 de septiembre de 1999, al intervenir en la toma de rehenes de la sucursal Villa Ramallo del Banco Nación, ese hombre enjuto y macilento departía con los máximos jefes de la Bonaerense en un aula de la escuela en la que se había constituido el Comité de Crisis. Cuando los asaltantes se disponían a emprender la retirada, un oficial le pidió instrucciones. Por toda respuesta, el magistrado palideció. Y al sonar los primeros disparos, para sorpresa de sus contertulios, se tiró boca abajo al piso.
Oriundo de San Isidro, profundamente católico, cuñado del general retirado Enrique Benjamín Bonifacio –un represor que en la dictadura fue jefe del Regimiento de Infantería de Mendoza–, Villafuerte Ruzo adquirió fama –además de pedidos de recusación y de juicios políticos– por obstaculizar investigaciones sobre delitos de lesa humanidad. Al respecto, ayudó hasta donde pudo al ahora condenado subcomisario Luis Abelardo Patti y también es autor de una verdadera perla procesal: culpabilizar de la apropiación de un bebé a sus propios padres, quienes fueron víctimas de la represión (caso Manuel Gonçalves). Su actuación en la causa por la muerte de Ponce de León –reabierta en 2006 a instancias del fiscal Juan Patricio Murray– no es menos polémica.
Víctor Martínez, quien según sus declaraciones –efectuadas en 1977 ante la Justicia ordinaria, en 1984 ante la Conadep, y en 2006, ante la Justicia Federal– sostuvo que tras el accidente habría oído la voz de Saint Amant impartiendo la orden de rematar de un culatazo a Ponce de León. También dijo que habría permanecido secuestrado hasta junio de 1978. Algunos testigos que en esa época pertenecían a la Prefectura –en donde Martínez cumplía con el servicio militar– desmintieron esa versión. Otros, en cambio, sostienen que en ese lapso el joven “fue dejado de ser visto en los lugares que solía frecuentar”. En resumidas cuentas, la discordancia de los dichos de Martínez, en relación a su primera declaración, hizo que el juez lo procesara por falso testimonio. Ello fue confirmado el 8 de febrero por la Cámara de Apelaciones de Rosario. En relación con esta causa, sobre Villafuerte Ruzo pesa un pedido de recusación por “retardo de justicia”.
En tanto, el teniente coronel Saint Amant disfruta de la vida en su coqueta residencia de San Isidro.
Oriundo de San Isidro, profundamente católico, cuñado del general retirado Enrique Benjamín Bonifacio –un represor que en la dictadura fue jefe del Regimiento de Infantería de Mendoza–, Villafuerte Ruzo adquirió fama –además de pedidos de recusación y de juicios políticos– por obstaculizar investigaciones sobre delitos de lesa humanidad. Al respecto, ayudó hasta donde pudo al ahora condenado subcomisario Luis Abelardo Patti y también es autor de una verdadera perla procesal: culpabilizar de la apropiación de un bebé a sus propios padres, quienes fueron víctimas de la represión (caso Manuel Gonçalves). Su actuación en la causa por la muerte de Ponce de León –reabierta en 2006 a instancias del fiscal Juan Patricio Murray– no es menos polémica.
Víctor Martínez, quien según sus declaraciones –efectuadas en 1977 ante la Justicia ordinaria, en 1984 ante la Conadep, y en 2006, ante la Justicia Federal– sostuvo que tras el accidente habría oído la voz de Saint Amant impartiendo la orden de rematar de un culatazo a Ponce de León. También dijo que habría permanecido secuestrado hasta junio de 1978. Algunos testigos que en esa época pertenecían a la Prefectura –en donde Martínez cumplía con el servicio militar– desmintieron esa versión. Otros, en cambio, sostienen que en ese lapso el joven “fue dejado de ser visto en los lugares que solía frecuentar”. En resumidas cuentas, la discordancia de los dichos de Martínez, en relación a su primera declaración, hizo que el juez lo procesara por falso testimonio. Ello fue confirmado el 8 de febrero por la Cámara de Apelaciones de Rosario. En relación con esta causa, sobre Villafuerte Ruzo pesa un pedido de recusación por “retardo de justicia”.
En tanto, el teniente coronel Saint Amant disfruta de la vida en su coqueta residencia de San Isidro.
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