"Hasta ahora, los filósofos han tratado de comprender el mundo; de lo que se trata sin embargo, es de cambiarlo" Karl Marx

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domingo, 25 de agosto de 2013

W de Wolframio

Sabía que si elegía esa ruta me iba a ser difícil encontrar quien me llevara. 
Por delante tenía cientos de kilómetros hasta el pueblo donde vive o viviría Wolframio.  Digo viviría, aunque mejor sería decir ¿vivirá?  Porque en el pueblito de dónde partí, donde me hablaron de él e hiso estallar mi curiosidad, no me podían asegurar si aun viviría.  Ni siquiera podían asegurarme si estábamos hablando de una persona de verdad.  Más aun, una de las vecinas intento desalentarme, sugiriéndome que no intentara viajar por esa ruta del diablo y me hizo toda una descripción de los peligros que me aguardaban.

Me llevaron algunos kilómetros por esa ruta de la que ya nadie recuerda su nombre.  Me bajé de la chata en una especie de cruce.  Yo debería seguir y mi chofer doblaría a la izquierda hacia otro pueblo.

“Hasta acá te puedo traer” me dijo.   “Estás seguro, mirá que por acá de suerte va a encontrar a alguien” me decía mientras me ayudaba a sacar la mochila de la camioneta.
Antes de salir me había aprovisionado.  Un río de agua clara y fría no estaba a más de un kilómetro en paralelo a mi camino.  Tenía lo suficiente para llegar aunque mal no fuera caminando.

Jacinto volvió a su vehículo, le dio media vuelta al arranque y antes de acelerar, necesitó confirmar que no me iría con él.  Entonces le di unas palmadas al capot y este arrancó dejando una estela de polvo hasta que ya no lo vi más.

Al cabo de una hora de marcha, sin ser experto en huellas y cosas así, estaba seguro que por ahí hacía tiempo, tal vez nunca, había pasado un vehículo a motor.  Qué si habría de llegar a destino iba a ser a pie.  ¿Pero en cuánto tiempo?  No tenía idea de cuánto tendría que caminar y carecía de todo instrumento de medición.

Caminaba una hora y descansaba quince o veinte minutos.  El primer día no tuve necesidad de ir a buscar agua y recién lo hice a la mañana siguiente. 

Al cabo de unas horas.  Decidido a pasar mi primera noche en esa soledad absoluta despejé de cuanta piedra pude del suelo y armé mi carpa.  Cené y luego me dormí cuando aún quedaba un hilo de luz. 

La rutina se repetiría durante cuatro días con sus noches.  Salvo por algún que otro pájaro y arbustos no había visto ser vivo alguno.  Tampoco señas de que algún hombre anduviera por ahí.  No había basura, ni huellas, hasta que al cuarto día a media mañana encontré bosta.  No era fresca, pero tampoco estaba lo suficientemente seca, o sea que por ahí, además de ese animal, podía suponer que hubiera andado alguien.

Recién el quinto día de marcha al fin encontré rastros de humanidad.  Mis botellas de agua estaban casi vacías y entonces seguí el murmullo del río, que a juzgar por cuanto caminé, a ese punto estaría a sólo unos 400 metros.   Para mi sorpresa descubrí que en la orilla de enfrente estiradas sobre las rocas había todo tipo de ropa secándose al sol.  Pero no había nadie a la vista.  Seguí avanzando hacía el curso de agua y ya no cabía duda de lo que veía.

Grité, pero nadie apareció.  Tampoco veía un lugar que me permitiera alcanzar la otra orilla y entonces opté por esperar.  Temía que si recorría la margen del río buscando un puente podría desencontrarme con ese alguien que había estado allí.  Además, no estaba en condiciones de arriesgar más al azar.

Esperé horas.  Tiré piedras al río y cada tanto volvía a gritar.  Nada.  Todo igual.  Sólo el arrullo del agua y el viento hasta que en algún momento, contra mi voluntad, me dormí.

No sé cuánto tiempo pasé dormido pero al despertarme la ropa no estaba.  Con un insulto en la boca me levanté y comencé a gritar con toda la fuerza que podía.  Gritaba como un condenado y ya me decidía a atropellar contra el río cuando apareció un nene de no más de diez años. 
Sin responderme una sola pregunta, estiró su pequeño brazo y con el me hacía señas.  Me indicaba un punto a seguir. 
Me cargué la mochila en la espalda y seguí la dirección que me indicaba.  Caminé unos metros y descubrí que el río hacía una curva detrás de unos árboles, que veía por cierto, pero estos me tapaban esa curva y que ahí, a metros no más, había un precario puente de troncos y barro.
No lo podía creer, lo tenía a unos metros y no lo sabía…

El niño no me hablaba.  Más aun, no me permitió acercármele siquiera. 
Cuando me tuvo cerca se echó a caminar y ante su mutismo lo seguí. 
Salimos del río para internarnos en un monte y mientras permanecíamos en el sendero, Camilo, luego conocería su nombre, corrió dejándome atrás.   

Caminé tan rápido como pude. 

Ante mí apareció un caserío miserable donde me esperaba Camilo abrazado a la falda de su mamá.
Dejé caer la mochila al suelo.  Saludé.  Me presenté y María me respondió con una tibia sonrisa.  Acto seguido, sólo hablaba yo, les expliqué que venía buscando un pueblo o un lugar, que no estaba seguro, porque no sabía si en realidad existía tal pueblo.  Les conté que estaba viajando, conociendo.  Que me habían hablado de Wolframio y que había venido a conocerlo.

Como no tenía más para decir callé esperando la respuesta que se hizo esperar hasta que por fin alumbró la voz de Camilo: “usted está buscando al Señor Horacio”, sus ojitos brillaron  y volvió a callarse.  Entonces María continuó: “La ropa que usted vio en el río era suya.  Nosotros la lavamos.  Él murió hace tres días” dijo y los tres guardamos silencio.

Ya pasaron dos años de aquel encuentro.  Qué lejos que me parece.  Seguro que no volveré a verlos jamás.
Si todo salió como me contaron ni su caserío estará en pié.  El monte lo habrá cubierto todo y ellos se habrán perdido en la ciudad.

Sin el Señor Horacio, ya no queda nada para ellos en esa tierra.  Los tres, eran los últimos sobrevivientes de un sueño que no se cristalizó.  Un sueño, una suerte de secreto que pude conocer después de prometer que jamás lo revelaría…   

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