Sabía
que si elegía esa ruta me iba a ser difícil encontrar quien me llevara.
Por
delante tenía cientos de kilómetros hasta el pueblo donde vive o viviría
Wolframio. Digo viviría, aunque mejor
sería decir ¿vivirá? Porque en el pueblito de dónde partí, donde
me hablaron de él e hiso estallar mi curiosidad, no me podían asegurar si aun
viviría. Ni siquiera podían asegurarme
si estábamos hablando de una persona de verdad.
Más aun, una de las vecinas intento desalentarme, sugiriéndome que no
intentara viajar por esa ruta del diablo y me hizo toda una descripción de los
peligros que me aguardaban.
Me
llevaron algunos kilómetros por esa ruta de la que ya nadie recuerda su
nombre. Me bajé de la chata en una
especie de cruce. Yo debería seguir y mi
chofer doblaría a la izquierda hacia otro pueblo.
“Hasta acá te
puedo traer”
me dijo. “Estás seguro, mirá que por acá de suerte va a encontrar a alguien” me
decía mientras me ayudaba a sacar la mochila de la camioneta.
Antes
de salir me había aprovisionado. Un río
de agua clara y fría no estaba a más de un kilómetro en paralelo a mi
camino. Tenía lo suficiente para llegar
aunque mal no fuera caminando.
Jacinto
volvió a su vehículo, le dio media vuelta al arranque y antes de acelerar,
necesitó confirmar que no me iría con él.
Entonces le di unas palmadas al capot y este arrancó dejando una estela
de polvo hasta que ya no lo vi más.
Al
cabo de una hora de marcha, sin ser experto en huellas y cosas así, estaba
seguro que por ahí hacía tiempo, tal vez nunca, había pasado un vehículo a
motor. Qué si habría de llegar a destino
iba a ser a pie. ¿Pero en cuánto
tiempo? No tenía idea de cuánto tendría
que caminar y carecía de todo instrumento de medición.
Caminaba
una hora y descansaba quince o veinte minutos.
El primer día no tuve necesidad de ir a buscar agua y recién lo hice a
la mañana siguiente.
Al
cabo de unas horas. Decidido a pasar mi
primera noche en esa soledad absoluta despejé de cuanta piedra pude del suelo y
armé mi carpa. Cené y luego me dormí
cuando aún quedaba un hilo de luz.
La
rutina se repetiría durante cuatro días con sus noches. Salvo por algún que otro pájaro y arbustos no
había visto ser vivo alguno. Tampoco
señas de que algún hombre anduviera por ahí.
No había basura, ni huellas, hasta que al cuarto día a media mañana
encontré bosta. No era fresca, pero tampoco
estaba lo suficientemente seca, o sea que por ahí, además de ese animal, podía
suponer que hubiera andado alguien.
Recién
el quinto día de marcha al fin encontré rastros de humanidad. Mis botellas de agua estaban casi vacías y
entonces seguí el murmullo del río, que a juzgar por cuanto caminé, a ese punto
estaría a sólo unos 400 metros. Para mi
sorpresa descubrí que en la orilla de enfrente estiradas sobre las rocas había
todo tipo de ropa secándose al sol. Pero
no había nadie a la vista. Seguí
avanzando hacía el curso de agua y ya no cabía duda de lo que veía.
Grité,
pero nadie apareció. Tampoco veía un
lugar que me permitiera alcanzar la otra orilla y entonces opté por
esperar. Temía que si recorría la margen
del río buscando un puente podría desencontrarme con ese alguien que había estado
allí. Además, no estaba en condiciones
de arriesgar más al azar.
Esperé
horas. Tiré piedras al río y cada tanto
volvía a gritar. Nada. Todo igual.
Sólo el arrullo del agua y el viento hasta que en algún momento, contra
mi voluntad, me dormí.
No
sé cuánto tiempo pasé dormido pero al despertarme la ropa no estaba. Con un insulto en la boca me levanté y
comencé a gritar con toda la fuerza que podía.
Gritaba como un condenado y ya me decidía a atropellar contra el río
cuando apareció un nene de no más de diez años.
Sin
responderme una sola pregunta, estiró su pequeño brazo y con el me hacía
señas. Me indicaba un punto a
seguir.
Me
cargué la mochila en la espalda y seguí la dirección que me indicaba. Caminé unos metros y descubrí que el río
hacía una curva detrás de unos árboles, que veía por cierto, pero estos me
tapaban esa curva y que ahí, a metros no más, había un precario puente de
troncos y barro.
No
lo podía creer, lo tenía a unos metros y no lo sabía…
El
niño no me hablaba. Más aun, no me
permitió acercármele siquiera.
Cuando
me tuvo cerca se echó a caminar y ante su mutismo lo seguí.
Salimos
del río para internarnos en un monte y mientras permanecíamos en el sendero,
Camilo, luego conocería su nombre, corrió dejándome atrás.
Caminé
tan rápido como pude.
Ante
mí apareció un caserío miserable donde me esperaba Camilo abrazado a la falda
de su mamá.
Dejé
caer la mochila al suelo. Saludé. Me presenté y María me respondió con una tibia
sonrisa. Acto seguido, sólo hablaba yo,
les expliqué que venía buscando un pueblo o un lugar, que no estaba seguro,
porque no sabía si en realidad existía tal pueblo. Les conté que estaba viajando, conociendo. Que me habían hablado de Wolframio y que
había venido a conocerlo.
Como
no tenía más para decir callé esperando la respuesta que se hizo esperar hasta
que por fin alumbró la voz de Camilo: “usted
está buscando al Señor Horacio”, sus ojitos brillaron y volvió a callarse. Entonces María continuó: “La ropa que usted vio en el río era suya. Nosotros la lavamos. Él murió hace tres días” dijo y los tres
guardamos silencio.
Ya
pasaron dos años de aquel encuentro. Qué
lejos que me parece. Seguro que no
volveré a verlos jamás.
Si
todo salió como me contaron ni su caserío estará en pié. El monte lo habrá cubierto todo y ellos se
habrán perdido en la ciudad.
Sin
el Señor Horacio, ya no queda nada para ellos en esa tierra. Los tres, eran los últimos sobrevivientes de
un sueño que no se cristalizó. Un sueño,
una suerte de secreto que pude conocer después de prometer que jamás lo revelaría…
Te querés sumar a este
juego, a este desafío (Días de Abecedario- invitación de
Camino Mundos) de escribir
tantos días como letras tiene el alfabeto, o, tal vez preferís escribir una vez
al mes porque no tenés tiempo por ejemplo, entonces te podes sumar al Veo Veo.
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