Simón Radowitzky tenía sólo 18 años cuando arrojó una bomba humeante al piso del carruaje en el que viajaba Ramón Falcón (54), jefe máximo de la policía de la Capital Federal. A fines de 1909, la llamada República del Centenario era un claroscuro de bronces y guirnaldas y sangre humana entre los adoquines de las calles.
Ramón Lorenzo Falcón, blanco de aquel atentado mortal que también costó la vida a su secretario, tenía una abultada foja de servicios represivos cumplidos. Había empezado como subteniente de Ejército, acompañando al presidente Sarmiento a sofocar al rebelde López Jordán. Tras la rendición de la ciudad de Córdoba, se desplazó al sur de esa provincia a combatir “a la indiada”. De allí –siempre siguiendo el hilo conductor represivo- marchó a la frontera sur bonaerense, participando de la llamada Campaña al Desierto. A la vuelta de esa masacre, comandó un regimiento de artillería en la contienda entre autonomistas y mitristas, disparando sus cañones en Corrales y Puente Alsina, aunque por estar del lado equivocado (es un decir), sufrió la baja del Ejército. Pasó entonces a ser comisario de la policía bonaerense. Muy pronto lo nombraron Jefe del Batallón Guardia cárcel (sic). Hizo un viaje de estudios (represivos) a Europa y a la vuelta lo llamaron para sofocar la Revolución del Parque. Allí fue tomado prisionero por los insurgentes y entró en un cono de sombra hasta que en 1891 el presidente Pellegrini aprobó su reingreso al Ejército, con el grado de teniente coronel. Comenzó entonces su ciclo como legislador. Fue senador provincial y después diputado nacional, con un breve interregno represivo (no podía faltar) en 1893. Así llegó al siglo XX. Ascendido a coronel en 1906, se hizo cargo de la jefatura de policía de la ciudad de Buenos Aires. Ya no quedaban “indios” en la frontera. Ahora, el enemigo interno era otro.
Ramón Lorenzo Falcón, blanco de aquel atentado mortal que también costó la vida a su secretario, tenía una abultada foja de servicios represivos cumplidos. Había empezado como subteniente de Ejército, acompañando al presidente Sarmiento a sofocar al rebelde López Jordán. Tras la rendición de la ciudad de Córdoba, se desplazó al sur de esa provincia a combatir “a la indiada”. De allí –siempre siguiendo el hilo conductor represivo- marchó a la frontera sur bonaerense, participando de la llamada Campaña al Desierto. A la vuelta de esa masacre, comandó un regimiento de artillería en la contienda entre autonomistas y mitristas, disparando sus cañones en Corrales y Puente Alsina, aunque por estar del lado equivocado (es un decir), sufrió la baja del Ejército. Pasó entonces a ser comisario de la policía bonaerense. Muy pronto lo nombraron Jefe del Batallón Guardia cárcel (sic). Hizo un viaje de estudios (represivos) a Europa y a la vuelta lo llamaron para sofocar la Revolución del Parque. Allí fue tomado prisionero por los insurgentes y entró en un cono de sombra hasta que en 1891 el presidente Pellegrini aprobó su reingreso al Ejército, con el grado de teniente coronel. Comenzó entonces su ciclo como legislador. Fue senador provincial y después diputado nacional, con un breve interregno represivo (no podía faltar) en 1893. Así llegó al siglo XX. Ascendido a coronel en 1906, se hizo cargo de la jefatura de policía de la ciudad de Buenos Aires. Ya no quedaban “indios” en la frontera. Ahora, el enemigo interno era otro.
Recortes de Caras & Caretas
El 20 de noviembre de 1909, Caras y Caretas dedica su tapa y diez páginas al asesinato del coronel Falcón. La cobertura es básicamente gráfica y el juego (o la tensión) entre fotos y epígrafes sugiere que había criterios encontrados en la redacción de la revista. “Charco de sangre donde el jefe de policía fue curado de primera intención”, dice un epígrafe. Alrededor del charco posa un grupo de niños, casi sonrientes, mirando a la cámara. Luego se ve el frente del local de La Protesta, periódico anarquista asaltado por “un grupo de ciudadanos (sic), quienes empastelaron la imprenta y destruyeron las máquinas”. Más adelante, fotos del multitudinario cortejo fúnebre que acompañó los restos de Falcón hasta el cementerio de la Recoleta. La cobertura cierra con fotos de un álbum familiar: los padres de Falcón, su esposa prematuramente fallecida, el dormitorio con la cama de bronce, junto a un teléfono a manivela (lo que no es tan raro, ya que se trataba del jefe de policía). Y Falcón con fez (el sombrero turco que le gustaba). Y Falcón sonriente. Y serio. Y con niños.
De ese número de noviembre de Caras y Caretas pasamos a otro editado seis meses antes, con las imágenes de la “tragedia” (así la llamaron) del Primero de Mayo de 1909, cuando la policía al mando del coronel Falcón reprimió con ferocidad, a balazos y sablazos, a una manifestación obrera que homenajeaba en la Plaza Lorea a los Mártires de Chicago y exigía la implantación de la jornada laboral de ocho horas.
“Momento en que cayó el anciano Miguel Bosch –leemos en un epígrafe- y el ruso Reniskoff (sic), que falleció en el hospital”. Allí también hay niños que miran a la cámara, pero serios. Y hay uno que sostiene la cabeza de Reniskoff, y pide ayuda. “José Silva, español, 24 años, dependiente de una tienda de Pergamino: una bala en el occipucio. Al caer muerto”. “En la esquina de Avenida y Solís. El cadáver de Juan Semino, electricista, 19 años, domiciliado en La Plata”. “Inocencio Quiroz, 15 años, español, dos balazos en la pierna izquierda”. “Manuel Cereda, 16 años, italiano, pierna derecha”. “Salvador Tafani, 18 años, argentino, muslo derecho”. “Timoteo Fernández, 17 años, español… Juan Gradillo, 18 años, argentino…Pedro Firming, 22 años, alemán…”
También se tomaban fotos ambientales en el lugar de la masacre: “El sombrero de Eguren, mortalmente herido”. “Una galera y dos gorras dejadas también por los fugitivos”. “Banderas abandonadas en la fuga”. “Limpiando la sangre en Avenida, entre Solís y Entre Ríos”…
La cuenta oficial de víctimas fue de 11 muertos y 40 heridos, aunque los periódicos anarquistas y socialistas denunciaron mucho más.
Puesto que un gran responsable de la masacre era el jefe de policía, fue un clamor popular en los meses que siguieron, el pedido de renuncia y enjuiciamiento de Falcón. La respuesta del presidente Figueroa Alcorta (muy coherente, ya que era el máximo responsable político) fue terminante: "Falcón va a renunciar el 12 de octubre de 1910, cuando yo termine mi período presidencial".
De ese número de noviembre de Caras y Caretas pasamos a otro editado seis meses antes, con las imágenes de la “tragedia” (así la llamaron) del Primero de Mayo de 1909, cuando la policía al mando del coronel Falcón reprimió con ferocidad, a balazos y sablazos, a una manifestación obrera que homenajeaba en la Plaza Lorea a los Mártires de Chicago y exigía la implantación de la jornada laboral de ocho horas.
“Momento en que cayó el anciano Miguel Bosch –leemos en un epígrafe- y el ruso Reniskoff (sic), que falleció en el hospital”. Allí también hay niños que miran a la cámara, pero serios. Y hay uno que sostiene la cabeza de Reniskoff, y pide ayuda. “José Silva, español, 24 años, dependiente de una tienda de Pergamino: una bala en el occipucio. Al caer muerto”. “En la esquina de Avenida y Solís. El cadáver de Juan Semino, electricista, 19 años, domiciliado en La Plata”. “Inocencio Quiroz, 15 años, español, dos balazos en la pierna izquierda”. “Manuel Cereda, 16 años, italiano, pierna derecha”. “Salvador Tafani, 18 años, argentino, muslo derecho”. “Timoteo Fernández, 17 años, español… Juan Gradillo, 18 años, argentino…Pedro Firming, 22 años, alemán…”
También se tomaban fotos ambientales en el lugar de la masacre: “El sombrero de Eguren, mortalmente herido”. “Una galera y dos gorras dejadas también por los fugitivos”. “Banderas abandonadas en la fuga”. “Limpiando la sangre en Avenida, entre Solís y Entre Ríos”…
La cuenta oficial de víctimas fue de 11 muertos y 40 heridos, aunque los periódicos anarquistas y socialistas denunciaron mucho más.
Puesto que un gran responsable de la masacre era el jefe de policía, fue un clamor popular en los meses que siguieron, el pedido de renuncia y enjuiciamiento de Falcón. La respuesta del presidente Figueroa Alcorta (muy coherente, ya que era el máximo responsable político) fue terminante: "Falcón va a renunciar el 12 de octubre de 1910, cuando yo termine mi período presidencial".
Semblanza de un militante
Poco se puede contar -que no se haya contado ya, y en detalle- de la vida de Simón Radowitzky, aquel joven herrero (había empezado como aprendiz, a los 10) que quiso vengar a sus hermanos asesinados el Primero de Mayo de 1909 por los cosacos y fusileros del coronel Falcón.
Comencemos por decir que ni documentos de identidad tenía. No sabían cómo juzgarlo por no poder confirmar su edad. El fiscal le daba 25 o 30, porque quería que lo condenaran a muerte. Pero llegó una partida de nacimiento, desde Ucrania, donde decía que se llamaba Szymon Radowicki, nacido en 1891. Siendo menor, sólo pudieron condenarlo a cadena perpetua. Pero además, el juez agregó que debía castigárselo por 20 días seguidos, cada año, con reclusión en soledad y dieta de pan y agua.
Dado que la Penitenciaría de la calle Las Heras fue considerada “insegura”, se lo envió al penal de Ushuaia. Allí fue sistemáticamente golpeado, torturado e incluso violado por guardia cárceles, quienes no pudieron evitar que se convirtiera en el líder valiente y puro del penal. Cualquier demanda o reclamo de los presos, allí estaba Radowitzky. Intentaron sobornarlo, comprarlo. Cualquier beneficio que le otorgaron, incluso sueldos por su trabajo de herrero, lo destinaba a los más necesitados.
Todas las gestiones ante el presidente Yrigoyen para conseguir el indulto fueron infructuosas, pero en el año ’30, al producirse el naufragio del paquebote Cervantes frente a Ushuaia, un periodista del diario Crítica que viajó hasta allí pudo hacerle un breve reportaje, que conmovió a la opinión pública del país. Fue entonces cuando Yrigoyen firmó el indulto, tras 21 años de cautiverio. Sin embargo, lo obligó a abandonar la Argentina.
Invitado por anarquistas uruguayos, Radowitzky se radicó en Montevideo. Pero su prédica y su presencia incomodaron al presidente Terra, que pidió que le aplicaran la Ley de Extranjeros Indeseables. Sus compañeros le solicitaron que no abandonara el país, para poder sostener la lucha. Entonces, le fue dictado un arresto domiciliario. Pero Radowitzky no tenía domicilio, de modo que fue a parar nuevamente a la cárcel, por varios meses.
Al estallar la guerra civil en España, se alistó en las Brigadas Internacionales. Combatió primero en el frente de Aragón y luego, por su deteriorada salud, pasó a desempeñar tareas en la retaguardia republicana, en Valencia. Tras la victoria franquista, marchó a México, trabajando en una delegación consular uruguaya (por gestión de un compañero) y también como obrero en una fábrica de juguetes. Murió el 4 de marzo de 1956, a los 65 años, de un ataque cardíaco.
Actualmente, algunas calles de la ciudad de Buenos Aires y el Conurbano bonaerense llevan el nombre de Ramón Falcón. Todavía no hay ninguna que se llame Radowitzky. No obstante, desde hace décadas, jóvenes libertarios tienen la costumbre de escribir con aerosol, sobre las oxidadas chapas y señales de la calle Ramón Falcón, el nombre de Simón Radowitzky, recordándonos que hubo un luchador solitario y solidario que honró el Primero de Mayo y que honró a sus mártires. Es el ejercicio social de la memoria.
Comencemos por decir que ni documentos de identidad tenía. No sabían cómo juzgarlo por no poder confirmar su edad. El fiscal le daba 25 o 30, porque quería que lo condenaran a muerte. Pero llegó una partida de nacimiento, desde Ucrania, donde decía que se llamaba Szymon Radowicki, nacido en 1891. Siendo menor, sólo pudieron condenarlo a cadena perpetua. Pero además, el juez agregó que debía castigárselo por 20 días seguidos, cada año, con reclusión en soledad y dieta de pan y agua.
Dado que la Penitenciaría de la calle Las Heras fue considerada “insegura”, se lo envió al penal de Ushuaia. Allí fue sistemáticamente golpeado, torturado e incluso violado por guardia cárceles, quienes no pudieron evitar que se convirtiera en el líder valiente y puro del penal. Cualquier demanda o reclamo de los presos, allí estaba Radowitzky. Intentaron sobornarlo, comprarlo. Cualquier beneficio que le otorgaron, incluso sueldos por su trabajo de herrero, lo destinaba a los más necesitados.
Todas las gestiones ante el presidente Yrigoyen para conseguir el indulto fueron infructuosas, pero en el año ’30, al producirse el naufragio del paquebote Cervantes frente a Ushuaia, un periodista del diario Crítica que viajó hasta allí pudo hacerle un breve reportaje, que conmovió a la opinión pública del país. Fue entonces cuando Yrigoyen firmó el indulto, tras 21 años de cautiverio. Sin embargo, lo obligó a abandonar la Argentina.
Invitado por anarquistas uruguayos, Radowitzky se radicó en Montevideo. Pero su prédica y su presencia incomodaron al presidente Terra, que pidió que le aplicaran la Ley de Extranjeros Indeseables. Sus compañeros le solicitaron que no abandonara el país, para poder sostener la lucha. Entonces, le fue dictado un arresto domiciliario. Pero Radowitzky no tenía domicilio, de modo que fue a parar nuevamente a la cárcel, por varios meses.
Al estallar la guerra civil en España, se alistó en las Brigadas Internacionales. Combatió primero en el frente de Aragón y luego, por su deteriorada salud, pasó a desempeñar tareas en la retaguardia republicana, en Valencia. Tras la victoria franquista, marchó a México, trabajando en una delegación consular uruguaya (por gestión de un compañero) y también como obrero en una fábrica de juguetes. Murió el 4 de marzo de 1956, a los 65 años, de un ataque cardíaco.
Actualmente, algunas calles de la ciudad de Buenos Aires y el Conurbano bonaerense llevan el nombre de Ramón Falcón. Todavía no hay ninguna que se llame Radowitzky. No obstante, desde hace décadas, jóvenes libertarios tienen la costumbre de escribir con aerosol, sobre las oxidadas chapas y señales de la calle Ramón Falcón, el nombre de Simón Radowitzky, recordándonos que hubo un luchador solitario y solidario que honró el Primero de Mayo y que honró a sus mártires. Es el ejercicio social de la memoria.
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