Carla con sus hijos |
Carla Rutila Artés fue una de las primeras nietas recuperadas. Volvió al país después de vivir 24 años en España. Esta semana, atestiguó contra su apropiador, un ex agente de la Triple A.
Carla recuerda la cara de su madre envuelta por la penumbra y el olor fatigoso del centro clandestino de detención y torturas Automotores Orletti. Le conoció el amor sólo hasta el año y tres meses, cuando la arrancaron de su genealogía, en octubre de 1976. Graciela Rutilo Artés, su madre, está desaparecida desde entonces. Carla, en cambio, fue apropiada por uno de los verdugos de esa fosa ilegal, el sanguinario Eduardo Alfredo Zapato Ruffo, que en octubre de 2011 fue condenado a 25 años de cárcel como parte de la banda paramilitar de la Triple A que comandaba Aníbal Gordon.Pero Carla conserva en las alacenas de su memoria un recuerdo más primario. La noche en que tenía un día más que seis meses de vida. Lo comprobó una vez en 1999, cuando asistió ya con 22 años al Congreso de la Asociación de Familiares de Detenidos y Desaparecidos de Bolivia.
–Tenemos que hablar –le dijo a un hombre que se paseaba por la sede del encuentro, con una familiaridad inaudita.
–¿Y tu quién eres? –le respondió él, con sorpresa.
–No. Te espero media hora antes de que comience el congreso en el hall del hotel.
El tipo fue al encuentro con la desconocida. Carla le dijo que se acordaba de la noche del 29 de diciembre de 1975, el cumpleaños número 24 de su mamá. Recordaba que él y su compañera, “una mujer boliviana con cabello larguísimo” habían sido los únicos invitados. Ella los había visto mimarse y bailar alegremente desde una sillita, en su departamento de la ciudad de Cochabamba. Carla le contó también cómo estaban vestidos sus padres, Graciela y el tupamaro Enrique Joaquín Lucas López, el único uruguayo que sería aniquilado en la Bolivia del dictador Hugo Banzer a manos de los sicarios militares del Plan Cóndor, el 17 de septiembre de 1976.
El hombre no pudo más. Se puso a llorar a borbotones.
–¡¿Quién te pudo contar todo eso?! Tu papá fue asesinado en Bolivia; tu mamá, desaparecida en Argentina; a mi compañera la asesinaron dos meses después. Los únicos sobrevivientes de esa fiesta somos vos y yo. ¡Y vos tenías seis meses…!”, dice el hombre y la toma de las manos y sigue bramando angustia y emoción desde el pescuezo.
“Y, simplemente me acuerdo”, dice ahora a Miradas al Sur Carla Rutila Artés (Rutila, porque así es el apellido original) en una mesa al fondo del cafecito del Bauen Hotel. “A mí, desde que fui recuperada me instaron a escribir las cosas que iba recordando. Quizás por eso la memoria haya quedado tan intacta. En el período en que estaba con los Ruffo, me acordaba de mi madre. Y de la habitación de Orletti. Una habitación oscura, no me olvido nunca de la penumbra, y de la cara de mi madre. Ahora, hasta los 10 años nunca había asociado que yo tuviera algo que ver con esa persona. Mi mamá era una imagen recurrente.
–Tenemos que hablar –le dijo a un hombre que se paseaba por la sede del encuentro, con una familiaridad inaudita.
–¿Y tu quién eres? –le respondió él, con sorpresa.
–No. Te espero media hora antes de que comience el congreso en el hall del hotel.
El tipo fue al encuentro con la desconocida. Carla le dijo que se acordaba de la noche del 29 de diciembre de 1975, el cumpleaños número 24 de su mamá. Recordaba que él y su compañera, “una mujer boliviana con cabello larguísimo” habían sido los únicos invitados. Ella los había visto mimarse y bailar alegremente desde una sillita, en su departamento de la ciudad de Cochabamba. Carla le contó también cómo estaban vestidos sus padres, Graciela y el tupamaro Enrique Joaquín Lucas López, el único uruguayo que sería aniquilado en la Bolivia del dictador Hugo Banzer a manos de los sicarios militares del Plan Cóndor, el 17 de septiembre de 1976.
El hombre no pudo más. Se puso a llorar a borbotones.
–¡¿Quién te pudo contar todo eso?! Tu papá fue asesinado en Bolivia; tu mamá, desaparecida en Argentina; a mi compañera la asesinaron dos meses después. Los únicos sobrevivientes de esa fiesta somos vos y yo. ¡Y vos tenías seis meses…!”, dice el hombre y la toma de las manos y sigue bramando angustia y emoción desde el pescuezo.
“Y, simplemente me acuerdo”, dice ahora a Miradas al Sur Carla Rutila Artés (Rutila, porque así es el apellido original) en una mesa al fondo del cafecito del Bauen Hotel. “A mí, desde que fui recuperada me instaron a escribir las cosas que iba recordando. Quizás por eso la memoria haya quedado tan intacta. En el período en que estaba con los Ruffo, me acordaba de mi madre. Y de la habitación de Orletti. Una habitación oscura, no me olvido nunca de la penumbra, y de la cara de mi madre. Ahora, hasta los 10 años nunca había asociado que yo tuviera algo que ver con esa persona. Mi mamá era una imagen recurrente.
Amanda y Eduardo. Carla Rutila Artés tiene hipoacusia bilateral crónica. En el oído derecho usa audífono, conserva el 65% de su capacidad auditiva. En el izquierdo, el 85%. La afección comenzó a los 3 años y es progresiva. “Puedo escribir y leer perfectamente en inglés y en francés, pero hablo mal porque hay algunos sonidos que no logro captar”, cuenta. El otorrinolaringólogo le confirmó que no era una afección hereditaria, sino el producto de los sucesivos traumatismos que el nervio auditivo había padecido desde pequeña. La prueba era que estaba ajado en múltiples zonas. “A mí, me hicieron madurar a los golpes”, dice Carla y ríe con suavidad, como consumando la venganza de haber sobrevivido a la condición de sparring a la que la había reducido su apropiador.
El primer juez al que Carla le contó la violencia y el abuso sexual a los que la sometió Eduardo Alfredo Ruffo fue al español Baltasar Garzón en 1995, a causa del juicio al aviador militar arrepentido, Adolfo Scilingo. En 2010, atestiguó en la causa de Orletti contra Ruffo, que no pudo mirarla a la cara. Desde 1987, vivía con su abuela Matilde Sach’a Artés Company en España. En junio, se mudó con sus hijos a Buenos Aires.
Ruffo había sido detenido en 1985 con su mujer Amanda Cordero por “supresión de estado civil de un menor de diez años y falsedad ideológica de instrumento público”. El fiscal de aquella causa era Aníbal Ibarra. Cuando Ruffo salió en libertad dos años después, beneficiado por la Ley de Obediencia Debida, Sach’a y Carlita huyeron despavoridas a Madrid, creyendo que si proseguían su vida en Buenos Aires estarían en peligro.
En los juicios, se supo que Ruffo entraba al baño desnudo cuando Carla y su “hermano” Alejandro Alfredo se bañaban. “Conmigo se ensañaba –contó Carla–. Me agarraba con lo que tenía a mano: un cinturón, un palo de escoba…”. De Alejandro nunca pudo saberse de quién era hijo biológico. Hoy, sigue conservando el apellido del ex agente de la Triple A. “A Alejandro le pegaba menos porque tenía una complexión física más endeble, no era tan fuerte como yo. Además, era la más contestona. Después, aprendí a no contestar y a no preguntar, porque ya estaba tan cagada a palos por todos lados que tenía miedo. Amanda era la más suave. Más que nada, era bronca lo que ella me tenía.”
Amanda Cordero de Ruffo era hija del militar Felipe Julio Cordero. El 12 de noviembre de 1973 le habían hecho una intervención quirúrgica. La histerectomía subtotal la había dejado infértil, de modo que era imposible que Carla –nacida el 28 de junio de 1975– ni su hermano fueran hijos naturales, como acreditaban sus documentos de identidad falseados. “Amanda también tiene algo de víctima en esta historia, más allá de que ella fue una cómplice necesaria. Pero también era bastante maltratada psicológicamente y hoy por hoy entiendo como mujer que debe ser algo muy duro no poder tener hijos propios. No albergo ni cariño ni resentimiento con ella. Pero sí estaría bueno que un día venga a verme y me diera alguna explicación de lo que pasó… Algún tipo de elaboración interna imagino debe haber hecho. Con Ruffo se divorciaron al poco tiempo de ‘recuperarme‘ yo.”
De chica, los Ruffo la enviaron primero al colegio Guido Spano y al Instituto Juan Santos Gaynor, más conocido como Colegio Bethania, en el barrio del Belgrano. Todavía Carla conserva un casete de cuando tenía 4 años, en donde el matrimonio la hacía repetir su nombre, el nombre de Ruffo, cantar marchas militares o el nombre de los abuelos apócrifos. “Y ‘¿cómo te llamás?’, y ‘¿cómo te llamás?’, y ‘¿y cómo te llamás?’. Y ‘¿quién es tu profesora?’. Y ‘¿a qué colegio vas?’. Todo el tiempo así”, cuenta Carla sobre ese material “inédito”, que el año que viene podría ser parte de un documental sobre su historia.
En diciembre de 1983, los Ruffo se hicieron prófugos. Dijeron a los chicos que salían de vacaciones, pero Carla empezó a sospechar algo raro cuando cada tres meses se mudaban de casa en casa, o cuando en un cuarto debajo de una escalera de una casona en Cariló vio a través de una portezuela un arsenal militar.
–En Cariló estuvimos poco tiempo, porque era uno de los lugares que tarde o temprano iba a terminar cayendo, y Ruffo lo sabía. Tenían casa Otto Paladino (jefe de la Side), Aníbal Gordon, César Enciso (también de la Triple A). Recorrimos un montón de zonas costeras, el Gran Buenos Aires, Bariloche. Dependía de las actuaciones que se hacían en Capital. Fue caótico. Y no te explicaban nada. A mí me cortaban el pelo, me ponían lentillas (lentes de contacto), me cambiaban el nombre constantemente: “María Rosa”, “Rosita”.
Una vez en 1984, en una casa cerca de Pinamar, Carla vio en televisión a una señora que daba vueltas en Plaza de Mayo con una foto de la mujer que recordaba entre el sueño y el recuerdo bizarro, y otra de ella misma. “¿Qué hace esa señora con una foto mía?”, preguntó, pero recibió por toda respuesta una golpiza y una frase lacónica: “Es una vieja bruja que quiere sacarte sangre”.
Luego a esa foto la llamarían con su abuela “La Milagrera”. “Tengamos en cuenta que era la misma niña”, dice Carla. “La única foto que tenía de chica en la casa de los Ruffo era muy parecida a esa, me la había sacado recién llegada. Era una sola porque no podía haber más. Pero yo supe que la foto en el pecho de esa señora que desconocía, no era otra más que yo misma. Y callé, hasta el 24 de agosto de 1985, en que fuimos detenidos en una quinta de Pilar.”
El primer juez al que Carla le contó la violencia y el abuso sexual a los que la sometió Eduardo Alfredo Ruffo fue al español Baltasar Garzón en 1995, a causa del juicio al aviador militar arrepentido, Adolfo Scilingo. En 2010, atestiguó en la causa de Orletti contra Ruffo, que no pudo mirarla a la cara. Desde 1987, vivía con su abuela Matilde Sach’a Artés Company en España. En junio, se mudó con sus hijos a Buenos Aires.
Ruffo había sido detenido en 1985 con su mujer Amanda Cordero por “supresión de estado civil de un menor de diez años y falsedad ideológica de instrumento público”. El fiscal de aquella causa era Aníbal Ibarra. Cuando Ruffo salió en libertad dos años después, beneficiado por la Ley de Obediencia Debida, Sach’a y Carlita huyeron despavoridas a Madrid, creyendo que si proseguían su vida en Buenos Aires estarían en peligro.
En los juicios, se supo que Ruffo entraba al baño desnudo cuando Carla y su “hermano” Alejandro Alfredo se bañaban. “Conmigo se ensañaba –contó Carla–. Me agarraba con lo que tenía a mano: un cinturón, un palo de escoba…”. De Alejandro nunca pudo saberse de quién era hijo biológico. Hoy, sigue conservando el apellido del ex agente de la Triple A. “A Alejandro le pegaba menos porque tenía una complexión física más endeble, no era tan fuerte como yo. Además, era la más contestona. Después, aprendí a no contestar y a no preguntar, porque ya estaba tan cagada a palos por todos lados que tenía miedo. Amanda era la más suave. Más que nada, era bronca lo que ella me tenía.”
Amanda Cordero de Ruffo era hija del militar Felipe Julio Cordero. El 12 de noviembre de 1973 le habían hecho una intervención quirúrgica. La histerectomía subtotal la había dejado infértil, de modo que era imposible que Carla –nacida el 28 de junio de 1975– ni su hermano fueran hijos naturales, como acreditaban sus documentos de identidad falseados. “Amanda también tiene algo de víctima en esta historia, más allá de que ella fue una cómplice necesaria. Pero también era bastante maltratada psicológicamente y hoy por hoy entiendo como mujer que debe ser algo muy duro no poder tener hijos propios. No albergo ni cariño ni resentimiento con ella. Pero sí estaría bueno que un día venga a verme y me diera alguna explicación de lo que pasó… Algún tipo de elaboración interna imagino debe haber hecho. Con Ruffo se divorciaron al poco tiempo de ‘recuperarme‘ yo.”
De chica, los Ruffo la enviaron primero al colegio Guido Spano y al Instituto Juan Santos Gaynor, más conocido como Colegio Bethania, en el barrio del Belgrano. Todavía Carla conserva un casete de cuando tenía 4 años, en donde el matrimonio la hacía repetir su nombre, el nombre de Ruffo, cantar marchas militares o el nombre de los abuelos apócrifos. “Y ‘¿cómo te llamás?’, y ‘¿cómo te llamás?’, y ‘¿y cómo te llamás?’. Y ‘¿quién es tu profesora?’. Y ‘¿a qué colegio vas?’. Todo el tiempo así”, cuenta Carla sobre ese material “inédito”, que el año que viene podría ser parte de un documental sobre su historia.
En diciembre de 1983, los Ruffo se hicieron prófugos. Dijeron a los chicos que salían de vacaciones, pero Carla empezó a sospechar algo raro cuando cada tres meses se mudaban de casa en casa, o cuando en un cuarto debajo de una escalera de una casona en Cariló vio a través de una portezuela un arsenal militar.
–En Cariló estuvimos poco tiempo, porque era uno de los lugares que tarde o temprano iba a terminar cayendo, y Ruffo lo sabía. Tenían casa Otto Paladino (jefe de la Side), Aníbal Gordon, César Enciso (también de la Triple A). Recorrimos un montón de zonas costeras, el Gran Buenos Aires, Bariloche. Dependía de las actuaciones que se hacían en Capital. Fue caótico. Y no te explicaban nada. A mí me cortaban el pelo, me ponían lentillas (lentes de contacto), me cambiaban el nombre constantemente: “María Rosa”, “Rosita”.
Una vez en 1984, en una casa cerca de Pinamar, Carla vio en televisión a una señora que daba vueltas en Plaza de Mayo con una foto de la mujer que recordaba entre el sueño y el recuerdo bizarro, y otra de ella misma. “¿Qué hace esa señora con una foto mía?”, preguntó, pero recibió por toda respuesta una golpiza y una frase lacónica: “Es una vieja bruja que quiere sacarte sangre”.
Luego a esa foto la llamarían con su abuela “La Milagrera”. “Tengamos en cuenta que era la misma niña”, dice Carla. “La única foto que tenía de chica en la casa de los Ruffo era muy parecida a esa, me la había sacado recién llegada. Era una sola porque no podía haber más. Pero yo supe que la foto en el pecho de esa señora que desconocía, no era otra más que yo misma. Y callé, hasta el 24 de agosto de 1985, en que fuimos detenidos en una quinta de Pilar.”
La estirpe de los conspiradores. El 11 de octubre pasado, Carla volvió a atestiguar contra Ruffo, esta vez en la audiencia por el plan sistemático de robo de bebés durante la última dictadura. Desde junio, Carla Rutila Artés, que se convirtió en chef repostera en España, volvió a instalarse con sus tres hijos en Argentina, escapando de la crisis del empleo en Europa. Cuando salió de declarar, llamó a su abuela Sach’a, que cumplía 79 años y había quedado en Madrid, con sus perros. La fecha “es emblemática”, comenta. En 1975, ese mismo día entró recién nacida con sus padres a Bolivia, provenientes del Perú, donde había nacido.
Matilde Artés Company, la “vieja bruja” de la Plaza de Mayo, había heredado su sobrenombre de los indígenas con quienes militaba cuando vivió en Bolivia. Sach’a, quiere decir árbol en quechua. “Le pusieron ese nombre porque decían que los cobijaba. En Bolivia se la conoce como la Abuela Sach’a”.
En los ’60, según Carla, Matilde/ Sach’a fue la primera periodista mujer que condujo un programa de televisión en Bolivia, Feliz Domingo, al tiempo que era militante activa. “Activa encubierta”, aclara la nieta, “porque participaba de la última fracción de la guerrilla del Che Guevara, la Guerrilla de Teoponte”. Cuando la detuvieron en el ’72, le preguntaban por Laura Gutiérrez Bauer, que no era otra que Tania la Guerrillera, y las posibles relaciones con los Tupamaros uruguayos. “Estaba en el afiche de los ‘más buscados’ con Juan José Torres, Carlos el Chacal y mi padre.”
Actriz de una belleza esplendorosa, en 1969 Matilde/ Sach’a filmó Yawar Mallku (Sangre de Cóndor), de Jorge Sanjinés, el film que ganó el Festival de Venecia y en el que se denunciaba la esterilización inconsulta de mujeres quechuas por parte de “cuerpos de paz” norteamericanos. La presión internacional que generó la película hizo que en 1971, los Peace Corps fueran expulsados de Bolivia.
En el ’72, denuncia en su programa el caso de una niña desaparecida en un hospital. La nena era la hija de unos amigos de la familia. Graciela Rutilo Artés, que ya militaba en el ELN, la había llevado al hospital, y a los dos días había desaparecido.
–Da la casualidad que a mi mamá y a mi tío Juanjo, que era chiquito, no les pasa nada, por la rápida actuación de mi mamá por la Embajada española –cuenta Carla–. En cambio, a mi abuela se la llevan de la casa gente del Ministerio del Interior boliviano. Mi abuela pasa un mes en el Departamento de Orden Político (DOP) del Ministerio del Interior boliviano. No me voy a poner a detallarte todas las cosas que le hacen porque es… tremendo. La diferencia que hay es que las torturas que se hacían en Bolivia eran acciones físicas violentas y puntuales; en Argentina eran tormentos prolongados…
A Sach’a le partieron la columna en dos, le rompieron dientes, le desviaron la nariz, le quebraron la mandíbula. Estuvo un mes en una salita fría del DOP, “la Siberia”, que tenía solamente un ventanuco chiquito con un cristal roto. Al mes, la localizaron las autoridades españolas y consiguen que la liberen y la expulsen del país. En su pasaporte conserva el sello de “Conspiradora Internacional”.
En Cuba, Sach’a se recuperó. Luego la familia pasó por Chile y tuvo que huir cuando el golpe de Pinochet. Allí, Graciela se fue para Buenos Aires y Matilde/ Sach’a se va con Juan José, su otro hijo, a Perú, donde los indocumentan y los expulsan. Otra vez en Cuba, se entera de la desaparición de su hija y de su nieta Carlita en el Departamento de Orden Político. Supo que los mismos que la torturan estaban aplicándole tormentos a su hija. A Carla con nueve meses le hicieron “el submarino”: del agua caliente al agua helada. Matilde/ Sach’a se enteró de esa desaparición por una carta de su yerno, que Carla todavía guarda como un tesoro del horror negro.
Graciela había sido apresada en Oruro el 2 de abril de1976, cuando apoyaba una huelga minera. Había ido a parar con su hija, de nueve meses, al Departamento de Orden Político, dependiente del Ministerio del Interior de aquel país. A los tres días, Carlita había sido desprendida de la teta de su madre y trasladada al orfelinato “Hogar Carlos Villegas”, donde la inscribieron con el nombre falso de Norah Nentala. Luego pasó con su nombre real a un orfanato en Villa Fátima, La Paz. Allí, el 24 de agosto de 1976, por alguna razón divina, la Providencia, sor Amparo Carvajal le saca una foto a la beba. La monja española que formaba parte de la resistencia a la dictadura boliviana estaba en contacto con Enrique López, el padre de Carlita. Tramaban un rescate, pero desistieron porque no era seguro para los otros chicos que residían en el orfanato. Aquella tarde luego de la foto, cuatro agentes del Ministerio del Interior a órdenes del Cnel. Ernesto Cadina Valdivia secuestran a Carla. El 29 de agosto entregan a Graciela con su beba a agentes de la dictadura argentina en la frontera de Villazón-La Quiaca. De allí, aparentemente fueron directo al centro clandestino Automotores Orletti. Cuatro meses después, la nena sería desprendida a la fuerza del pecho de su madre.
El destino de Graciela todavía sigue siendo una incógnita. Pero el de Carla no. En 1979, sor Amparo descubre a Matilde/ Sach’a en Madrid y le envía la foto. Es la foto que la hija apropiada de los Ruffo verá en la televisión un día aciago de 1984. La razón pragmática por la cual Carla Rutila Artés recuperará su identidad tan rápido. La razón por la cual al verla entrar ese 24 de agosto de 1985 en la oficina del juez Fernando Archimbal, sintió lo que sintió:
–En un principio, mi abuela se presentó. Estaba nerviosa. Me dijo “Hola Carlita, soy tu abuela. Te busco hace 9 años”. Y yo sentí que no era una bruja mala, y que su amor era impresionante.
Matilde Artés Company, la “vieja bruja” de la Plaza de Mayo, había heredado su sobrenombre de los indígenas con quienes militaba cuando vivió en Bolivia. Sach’a, quiere decir árbol en quechua. “Le pusieron ese nombre porque decían que los cobijaba. En Bolivia se la conoce como la Abuela Sach’a”.
En los ’60, según Carla, Matilde/ Sach’a fue la primera periodista mujer que condujo un programa de televisión en Bolivia, Feliz Domingo, al tiempo que era militante activa. “Activa encubierta”, aclara la nieta, “porque participaba de la última fracción de la guerrilla del Che Guevara, la Guerrilla de Teoponte”. Cuando la detuvieron en el ’72, le preguntaban por Laura Gutiérrez Bauer, que no era otra que Tania la Guerrillera, y las posibles relaciones con los Tupamaros uruguayos. “Estaba en el afiche de los ‘más buscados’ con Juan José Torres, Carlos el Chacal y mi padre.”
Actriz de una belleza esplendorosa, en 1969 Matilde/ Sach’a filmó Yawar Mallku (Sangre de Cóndor), de Jorge Sanjinés, el film que ganó el Festival de Venecia y en el que se denunciaba la esterilización inconsulta de mujeres quechuas por parte de “cuerpos de paz” norteamericanos. La presión internacional que generó la película hizo que en 1971, los Peace Corps fueran expulsados de Bolivia.
En el ’72, denuncia en su programa el caso de una niña desaparecida en un hospital. La nena era la hija de unos amigos de la familia. Graciela Rutilo Artés, que ya militaba en el ELN, la había llevado al hospital, y a los dos días había desaparecido.
–Da la casualidad que a mi mamá y a mi tío Juanjo, que era chiquito, no les pasa nada, por la rápida actuación de mi mamá por la Embajada española –cuenta Carla–. En cambio, a mi abuela se la llevan de la casa gente del Ministerio del Interior boliviano. Mi abuela pasa un mes en el Departamento de Orden Político (DOP) del Ministerio del Interior boliviano. No me voy a poner a detallarte todas las cosas que le hacen porque es… tremendo. La diferencia que hay es que las torturas que se hacían en Bolivia eran acciones físicas violentas y puntuales; en Argentina eran tormentos prolongados…
A Sach’a le partieron la columna en dos, le rompieron dientes, le desviaron la nariz, le quebraron la mandíbula. Estuvo un mes en una salita fría del DOP, “la Siberia”, que tenía solamente un ventanuco chiquito con un cristal roto. Al mes, la localizaron las autoridades españolas y consiguen que la liberen y la expulsen del país. En su pasaporte conserva el sello de “Conspiradora Internacional”.
En Cuba, Sach’a se recuperó. Luego la familia pasó por Chile y tuvo que huir cuando el golpe de Pinochet. Allí, Graciela se fue para Buenos Aires y Matilde/ Sach’a se va con Juan José, su otro hijo, a Perú, donde los indocumentan y los expulsan. Otra vez en Cuba, se entera de la desaparición de su hija y de su nieta Carlita en el Departamento de Orden Político. Supo que los mismos que la torturan estaban aplicándole tormentos a su hija. A Carla con nueve meses le hicieron “el submarino”: del agua caliente al agua helada. Matilde/ Sach’a se enteró de esa desaparición por una carta de su yerno, que Carla todavía guarda como un tesoro del horror negro.
Graciela había sido apresada en Oruro el 2 de abril de1976, cuando apoyaba una huelga minera. Había ido a parar con su hija, de nueve meses, al Departamento de Orden Político, dependiente del Ministerio del Interior de aquel país. A los tres días, Carlita había sido desprendida de la teta de su madre y trasladada al orfelinato “Hogar Carlos Villegas”, donde la inscribieron con el nombre falso de Norah Nentala. Luego pasó con su nombre real a un orfanato en Villa Fátima, La Paz. Allí, el 24 de agosto de 1976, por alguna razón divina, la Providencia, sor Amparo Carvajal le saca una foto a la beba. La monja española que formaba parte de la resistencia a la dictadura boliviana estaba en contacto con Enrique López, el padre de Carlita. Tramaban un rescate, pero desistieron porque no era seguro para los otros chicos que residían en el orfanato. Aquella tarde luego de la foto, cuatro agentes del Ministerio del Interior a órdenes del Cnel. Ernesto Cadina Valdivia secuestran a Carla. El 29 de agosto entregan a Graciela con su beba a agentes de la dictadura argentina en la frontera de Villazón-La Quiaca. De allí, aparentemente fueron directo al centro clandestino Automotores Orletti. Cuatro meses después, la nena sería desprendida a la fuerza del pecho de su madre.
El destino de Graciela todavía sigue siendo una incógnita. Pero el de Carla no. En 1979, sor Amparo descubre a Matilde/ Sach’a en Madrid y le envía la foto. Es la foto que la hija apropiada de los Ruffo verá en la televisión un día aciago de 1984. La razón pragmática por la cual Carla Rutila Artés recuperará su identidad tan rápido. La razón por la cual al verla entrar ese 24 de agosto de 1985 en la oficina del juez Fernando Archimbal, sintió lo que sintió:
–En un principio, mi abuela se presentó. Estaba nerviosa. Me dijo “Hola Carlita, soy tu abuela. Te busco hace 9 años”. Y yo sentí que no era una bruja mala, y que su amor era impresionante.
• CONTAR LA HISTORIA. Cómo ser madre sin una madre
Carla Rutila Artés tiene tres hijos. Formó una “familia monoparental, que se comporta como una piña”, dice. Graciela heredó el nombre de su abuela, cumple 16 esta semana. Anahí, hija del mismo padre argentino que Graciela, tiene 12. Enrique, hijo de un mallorquín, 8. Se mudaron a Buenos Aires en junio de este año, al lugar en que su abuela sigue desaparecida.
–¿Cómo fuiste contándoles la historia a tus hijos?
–Por empezar, hubo que explicarles por qué sus abuelos no están. Graciela me dijo que tenían abuelos muy jóvenes. Claro, quedaron eternizados en fotografías de cuando tenían 24 años. Las mayores se han ido explicando una a la otra cómo entendían las cosas. Han hecho como una especie de terapia de grupo y lo han incorporado. La mayor empezó a entender recién ahora por qué mataron a sus abuelos. Es una niña muy inteligente. Siempre ha preguntado todo. Lo que hicieron conmigo, lo hago con ellos. Cuando ellos preguntan, les cuento. Si ellos no preguntan es porque no tienen inquietud. No hay que atosigarlos.
–Decidiste ser madre muy joven, a los 20.
–Tenía a mi marido, me casé a los 18. Era una necesidad de perpetuar la... de tener familia propia. No es lo mismo una familia por detrás –abuelos, tíos–, a construir una familia propia. Con el nacimiento de Graciela, me dí cuenta de un montón de cosas. Antes me preguntaba cómo (en los ‘70) eran tan locos de tener hijos en una situación tan jodida. Bueno, ¡miércoles!, cuando tuve a Graciela me di cuenta. Luchaban por la vida, cómo no iban a tener hijos. Luego ya viene la etapa de dolor, cuando se van acercando a las edades en que nos secuestran, las que te separan de tu madre. Fue patético y terrible cuando mis hijos pasaron por los nueve meses. La pasé mal. Sobre todo con Anahí, la segunda, porque de chica era tan parecida a mí, tan exacta, que la veía y me ponía a llorar. La peor edad que viví fue al año y dos meses, que es cuando me separaron de mi madre y a los 24 años, la edad cuando desaparece.
Carla Rutila Artés tiene tres hijos. Formó una “familia monoparental, que se comporta como una piña”, dice. Graciela heredó el nombre de su abuela, cumple 16 esta semana. Anahí, hija del mismo padre argentino que Graciela, tiene 12. Enrique, hijo de un mallorquín, 8. Se mudaron a Buenos Aires en junio de este año, al lugar en que su abuela sigue desaparecida.
–¿Cómo fuiste contándoles la historia a tus hijos?
–Por empezar, hubo que explicarles por qué sus abuelos no están. Graciela me dijo que tenían abuelos muy jóvenes. Claro, quedaron eternizados en fotografías de cuando tenían 24 años. Las mayores se han ido explicando una a la otra cómo entendían las cosas. Han hecho como una especie de terapia de grupo y lo han incorporado. La mayor empezó a entender recién ahora por qué mataron a sus abuelos. Es una niña muy inteligente. Siempre ha preguntado todo. Lo que hicieron conmigo, lo hago con ellos. Cuando ellos preguntan, les cuento. Si ellos no preguntan es porque no tienen inquietud. No hay que atosigarlos.
–Decidiste ser madre muy joven, a los 20.
–Tenía a mi marido, me casé a los 18. Era una necesidad de perpetuar la... de tener familia propia. No es lo mismo una familia por detrás –abuelos, tíos–, a construir una familia propia. Con el nacimiento de Graciela, me dí cuenta de un montón de cosas. Antes me preguntaba cómo (en los ‘70) eran tan locos de tener hijos en una situación tan jodida. Bueno, ¡miércoles!, cuando tuve a Graciela me di cuenta. Luchaban por la vida, cómo no iban a tener hijos. Luego ya viene la etapa de dolor, cuando se van acercando a las edades en que nos secuestran, las que te separan de tu madre. Fue patético y terrible cuando mis hijos pasaron por los nueve meses. La pasé mal. Sobre todo con Anahí, la segunda, porque de chica era tan parecida a mí, tan exacta, que la veía y me ponía a llorar. La peor edad que viví fue al año y dos meses, que es cuando me separaron de mi madre y a los 24 años, la edad cuando desaparece.
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