Una ciencia sobre el desarrollo de la humanidad, decía el alemán Bernheim a fines del siglo XIX; la forma intelectual en que una civilización se rinde cuentas a sí misma, aseguraba el holandés Huizinga por la misma época. Los franceses Aron y Bloch coincidían en afirmarla como el estudio del pasado humano; mientras que otro francés, Febvre, ampliaba el juego y mencionaba a las sociedades y los grupos organizados. Antes, Marx y Engels habían sentado las bases para su estudio al señalarla –modos de producción de los bienes materiales y luchas de clases mediante– como la actividad de un hombre orientado hacia un objetivo. Todos partían de un mismo enigma: la posibilidad de la verdad en el conocimiento histórico.
Con el tiempo, comenzaron a multiplicarse las voces que construían la Historia. Y los lectores de ese gran relato de lo sucedido trataban de comprender los motivos por los cuales diferían las visiones de los historiadores ante un mismo hecho. Es decir, preguntaban los motivos por los cuales cierta Historia reproducía las convenciones (presencias y ausencias) que la cultura hegemónica operaba sobre todos los discursos, incluidos, por supuesto, los sojuzgados por esa hegemonía. Apenas comenzados los ’90, el norteamericano Thomas Holt (historiador de los conflictos raciales en el mundo) planteaba que “los prejuicios que dejaron a los esclavos, como pueblo, fuera de la historia de la esclavitud no eran sólo raciales. Tenían que ver con el modo de definir el conocimiento. Los historiadores producen el conocimiento acerca del pasado y no recobran la verdad del pasado”. Estudioso de Foucault, Holt sabe, al decir lo que dijo en 1992, que “conocimiento” es sinónimo de “poder”. Y el poder de la Historia, justamente, radica en que ese conocer el pasado arma, prefigura, el conocer “en y para el presente”. Treinta años antes, Sartre, en su prólogo a Los condenados de la tierra, de Fanon, mostraba camino: “La élite europea se dedicó a fabricar una elite indígena; se seleccionaron adolescentes, se les marcó en la frente, con hierro candente, los principios de la cultura occidental, se les introdujeron en la boca mordazas sonoras, grandes palabras pastosas que se adherían a los dientes. Tras una breve estancia en la metrópoli se les regresaba a su país, falsificados. Esas mentiras vivientes no tenían ya nada que decir a sus hermanos, eran un eco”.
La Argentina (la Historia argentina, los historiadores argentinos, los lectores de Historia argentina) no podía quedar exenta de esta discusión. La creación por decreto presidencial del Instituto Manuel Dorrego (al igual que el sanmartiniano, el belgraniano, tantos otros) fue el disparador del debate. Pero la cosa venía de antes. Y toma impulso, justamente en un momento en el cual las ideologías –luego del desmoronamiento zarandeado por los popes de la globalización– cobran importancia superlativa, para llegar a responder aquellas preguntas que parecían tener respuestas tan firmes como las que sólo pueden ofrecer los panteones y los monumentos. Ser los que somos, como planteaba Sartre hace exactamente 50 años, se logra negando de manera firme lo que hicieron, hasta ahora, de nosotros. Así, y sólo así la Historia tiene sentido.
Con el tiempo, comenzaron a multiplicarse las voces que construían la Historia. Y los lectores de ese gran relato de lo sucedido trataban de comprender los motivos por los cuales diferían las visiones de los historiadores ante un mismo hecho. Es decir, preguntaban los motivos por los cuales cierta Historia reproducía las convenciones (presencias y ausencias) que la cultura hegemónica operaba sobre todos los discursos, incluidos, por supuesto, los sojuzgados por esa hegemonía. Apenas comenzados los ’90, el norteamericano Thomas Holt (historiador de los conflictos raciales en el mundo) planteaba que “los prejuicios que dejaron a los esclavos, como pueblo, fuera de la historia de la esclavitud no eran sólo raciales. Tenían que ver con el modo de definir el conocimiento. Los historiadores producen el conocimiento acerca del pasado y no recobran la verdad del pasado”. Estudioso de Foucault, Holt sabe, al decir lo que dijo en 1992, que “conocimiento” es sinónimo de “poder”. Y el poder de la Historia, justamente, radica en que ese conocer el pasado arma, prefigura, el conocer “en y para el presente”. Treinta años antes, Sartre, en su prólogo a Los condenados de la tierra, de Fanon, mostraba camino: “La élite europea se dedicó a fabricar una elite indígena; se seleccionaron adolescentes, se les marcó en la frente, con hierro candente, los principios de la cultura occidental, se les introdujeron en la boca mordazas sonoras, grandes palabras pastosas que se adherían a los dientes. Tras una breve estancia en la metrópoli se les regresaba a su país, falsificados. Esas mentiras vivientes no tenían ya nada que decir a sus hermanos, eran un eco”.
La Argentina (la Historia argentina, los historiadores argentinos, los lectores de Historia argentina) no podía quedar exenta de esta discusión. La creación por decreto presidencial del Instituto Manuel Dorrego (al igual que el sanmartiniano, el belgraniano, tantos otros) fue el disparador del debate. Pero la cosa venía de antes. Y toma impulso, justamente en un momento en el cual las ideologías –luego del desmoronamiento zarandeado por los popes de la globalización– cobran importancia superlativa, para llegar a responder aquellas preguntas que parecían tener respuestas tan firmes como las que sólo pueden ofrecer los panteones y los monumentos. Ser los que somos, como planteaba Sartre hace exactamente 50 años, se logra negando de manera firme lo que hicieron, hasta ahora, de nosotros. Así, y sólo así la Historia tiene sentido.
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