"Hasta ahora, los filósofos han tratado de comprender el mundo; de lo que se trata sin embargo, es de cambiarlo" Karl Marx

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lunes, 12 de marzo de 2012

El enviado de Marx

Corren los últimos días de 1872 o, quizás, los primeros de 1873 cuando desembarca en el Puerto de Buenos Aires un joven de 22 años. Los papeles que presenta ante las autoridades lo identifican como Raymond Wilmart de Glymes d’Hollbecq, nacido el 11 de julio de 1850 en Jodigne-Souvraine, Bélgica. Quienes registran su ingreso al país (y que apenas pueden escribir su nombre) no saben que es el vástago díscolo de una familia noble y mucho menos pueden imaginar que su venida nada tiene que ver (o sí, pero ni siquiera él lo sabe) con hacer esa América que habita el sueño de la mayoría de los inmigrantes, sino que trae una misión bien diferente: visitar la embrionaria sección local de la Asociación Internacional del Trabajo (AIT). En otras palabras, hacer contacto con los exóticos integrantes de la Primera Internacional Comunista en las pampas argentinas. Porque Raimundo Wilmart –como terminará llamándose– es el enviado de Carlos Marx a la Argentina y el objetivo de su viaje es hacer la revolución socialista en estas tierras.
En algunas de las páginas de su excelente Marx en la Argentina (Siglo XXI Editores, 2007), Horacio Tarcus redescubre, desde una óptica distante del relato canónico que hegemoniza las narraciones de la historia oficial de la forja de la patria, las vicisitudes y el periplo personal e ideológico de uno de los juristas más brillantes del país. Y publica por primera vez las tres cartas encabezadas con un afectuoso “Cher citoyen” que ese hombre, Raimundo Wilmart –elogiado en vida y tras su muerte, en 1937, por lo más granado del establishment local–, le escribió al inventor del socialismo científico para dar cuenta de su tarea revolucionaria en Buenos Aires.

Pesadillas de revolución. Wilmart toma contacto con las ideas de Marx en Burdeos, donde conoce a Paul Lafargue, casado con Laura, la mayor de las hijas del autor de El Capital. Convencido militante comunista, participa del Congreso que la AIT realiza en La Haya, Holanda, en septiembre de 1872, donde se le encomienda viajar a Buenos Aires. En 1873, la sección argentina de la AIT tiene unos 250 miembros y publica un periódico, El Trabajador, cuyos ejemplares están hoy perdidos.
Pero la realidad local dista mucho de parecerse a la de las encendidas luchas proletarias europeas de las que proviene el joven revolucionario belga. “En tres cartas sucesivas a Marx, Wilmart informa de la situación argentina, pasando del entusiasmo inicial al desánimo”, dice Tarcus. En la segunda de ellas, fechada el 27 de mayo de 1873, el enviado de Marx se queja de los militantes que va conociendo y que, para colmo de un internacionalista, están divididos (inmigrantes, como él, casi todos ellos) por nacionalidades: “Salvo la mitad de la sección francesa y de dos o tres españoles, no hay nada que pueda servir entre nosotros, y como decía un viejo de Junio, no se habría perseguido a los internacionalistas franceses si hubieran sido tan tímidos como nosotros. Comienzo a creer que no hay nada que hacer con los elementos de aquí. Hay demasiadas posibilidades de hacerse pequeño patrón y de explotar a los obreros recién desembarcados como para que se piense en actuar de alguna manera”, le escribe.
En la tercera, del 14 de junio de 1873, dice: “Van mal las cosas por aquí: sesiones vacías, falta de buena voluntad. Otros tres (miembros) acaban de partir, el diario no ha aparecido a lo largo del mes último. El número que debía salir mañana, no aparecerá antes del 20. Los fondos faltan (…). No debemos desanimarnos nunca, pero hace falta mucha paciencia para soplar siempre sobre las cenizas que no quieren volver a encenderse”.
Su desilusión –que pronto dejará lugar al desprecio– llega al clímax luego de repartir ejemplares de El Capital entre algunos comunistas locales en cuyas potencialidades confiaba. “Hasta ahora no se me ha dicho nada de El Capital y yo creo que ninguno terminó la lectura, pues nadie se toma el trabajo de pensar en este país. Para remediarlo, yo trataría de dar a las ideas y las teorías que allí están expresadas, una forma compatible con el aprendizaje oral, lo que no es muy fácil”, le dice a Marx en su última carta. Si esto no es desprecio mezclado con una quimérica ilusión, es difícil definir qué es.
Completamente desanimado, Wilmart empieza a planificar su retorno a Europa e incluso le pone fecha al viaje. Sin embargo, nunca llegará a embarcarse. No sólo se quedará para siempre en la Argentina sino que también se pasará (casi, pero no del todo; o tal vez todo lo contrario, pensando en lo posible) a la vereda ideológica de enfrente.

Pegame y decime Marta. A principios de 1874, una enfermedad pulmonar lo obliga a viajar a Córdoba para someterse a un tratamiento médico. Allí pronto cambiará su historia: estudia Derecho y se casa con Carlota Correa Cáceres, una joven de la alta sociedad local, y luego se traslada a Mendoza, donde primero ejerce como juez civil y, más tarde, como camarista. Cuando regresa a Buenos Aires, en 1899, es otro hombre: se dedica plenamente a la actividad privada y se hace cargo de la cátedra de Derecho Romano de la Facultad de Derecho de la UBA.
Tarcus rescata una anécdota que muestra por dónde anda entonces su pensamiento político. En 1900 integra el jurado que desaprueba la tesis doctoral de Alfredo Palacios sobre la miseria. Allí, el futuro senador socialista se refiere a “la influencia desmoralizadora de las fábricas”. Wilmart le responde con una anotación donde pone en claro su confianza en el papel civilizador del capitalismo (o, quizás, en una necesaria etapa para la revolución): “Fíjese señor Palacios, que esas mujeres de las fábricas tendrán un trabajo tan duro y penoso como quiera, pero en su limpieza y hábitos intelectuales y sociales, así como en sus costumbres y vida de familia, no admiten comparación con esas desocupadas de antaño, a quienes se llama, con injusta dureza, el chinaje. La industria, aun con el proletariado, es un progreso y una evolución; más adelantados están los que las fomentan que los que propenden a mantenernos en estado pastoril”.
Palacios se quedará con la sangre en el ojo. Años más tarde, al publicar esta tesis con el título de La miseria. Estudio administrativo-legal, recordará la crítica de Wilmart, de quien dirá, en una irónica nota al pie, que “en otra época dio algún trabajo a las autoridades francesas por el hecho de haberse declarado socialista”.
Raymond Wilmart tuvo seis hijos y murió el 26 de septiembre de 1937. Fue enterrado en el cementerio de La Recoleta donde, al cumplirse un siglo de su nacimiento, se descubrió una placa que lo describe como “notable jurisconsulto, académico, maestro del derecho romano, vindicador de la libertad humana”. Nada dice, en cambio, de su militancia comunista ni de sus sueños revolucionarios.
Las cartas que le escribió Marx están perdidas para siempre. Una de sus hijas, Angélica Wilmart de Rodríguez (mujer de comunión diaria), las quemó, cuenta Tarcus, “temiendo que ese testimonio comprometiese la memoria de su padre y el honor de su familia”.


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