Anticipo del libro del colombiano Carlos Granés, El puño invisible, análisis de los cambios culturales entre siglos.
El 14 de septiembre de 1917, uno de los fundadores del dadaísmo, Hugo Ball, dejó consignado en su diario que ya no podía leer novelas. La literatura le parecía un derroche, un aparato recargado de elementos innecesarios que se bifurcaba por laberintos sin llegar nunca al meollo de las cosas. ¿Cómo podían soportarse los libros de personas que no estaban en condiciones de ser lo que soñaban? Ball sentó en el banquillo de los acusados a la imaginación. Estaba muy bien soñar, decía, si el sueño transformaba la realidad o la vida. El mito religioso, por ejemplo, era un sueño que se hacía realidad, moldeando la existencia de las personas. Pero matar las horas fantaseando con personajes, mundos y experiencias que se quedarían allá, en el universo de los sueños, y que en la realidad no tendrían más repercusión que la de otorgar unas horas de esparcimiento a gente ociosa, le parecía absurdo. Y no sólo a él. En general, la vanguardia se propuso bajar el sueño de la nebulosa onírica para hacerlo realidad aquí, en la vida concreta de las personas. A esto se le llamó “superar el arte para realizarlo en la vida real”. El lema tuvo un impacto evidente que se materializó en formas de vida alternativas. Mayo del ’68, por ejemplo, no cambió en absoluto el sistema político francés –ni siquiera le dio el poder a la izquierda–, pero sí fomentó la explosión de experimentos vitales. Los años finales de los sesenta y los setenta, tanto en Europa como en Estados Unidos, fueron el laboratorio donde se ensayó la vida en comunas y la emancipación de las mujeres, las reivindicaciones homosexuales y la lucha por la igualdad racial, la búsqueda de nuevas formas de diversión y la experimentación con drogas, el incremento de la libertad de expresión y la relajación de los códigos morales. Todas estas luchas fueron exitosas, y no tardaron en ser asimiladas –con mayor o menor fricción, como era de esperarse– por buena parte de Occidente. Ya no hay necesidad –aunque tampoco se debe bajar la guardia– de luchar por determinados espacios de libertad individual, pues las sociedades occidentales desarrolladas tienden a no limitar el desarrollo de la individualidad. Tal como soñaba Chtcheglov, las ciudades cosmopolitas de Europa y Estados Unidos ofrecen hoy barrios multiculturales, gays, modernos, históricos, chinos, rojos, artísticos y bohemios. También, como soñaban Pinot-Gallizio y Debord, lugares de diversión que son escenarios para vivir situaciones muy específicas, como los bares sadomasoquistas o los clubs de ambiente liberal. Aunque las drogas siguen siendo ilegales, cualquiera las puede comprar y consumir sin mayor dificultad. Su absurda ilegalidad incrementa el precio y fomenta la delincuencia, pero no impide en absoluto el consumo, como indican las estadísticas de producción de marihuana, cocaína y heroína alrededor del mundo. Quién lo diría: Occidente, en mayor o menor grado, ha terminado por parecerse a los delirios de los vanguardistas. Sin embargo, el hedonismo y los espacios de experimentación vital no calmaron de una vez y para siempre la insatisfacción de los jóvenes. En mayo de 2011 estalló en España una revuelta pacífica y políticamente correcta, producto de una nueva crisis económica y del hastío que siente una parte de la población juvenil por los dos grandes partidos que monopolizan el poder político y la visibilidad mediática. Como la peste de Camus, la crisis económica llegó un día a España y de la noche a la mañana, sin que buena parte de la población entendiera muy bien por qué, transformó a un país próspero en un contagiado al borde del desplome financiero. Rompiendo una racha de optimismo que se inició con la muerte de Franco, los jóvenes se dieron cuenta de que ahora sus vidas no serían tan prósperas como las de sus padres. La economía más sofisticada rompió las barreras de los bancos y aseguradoras, y se llevó por delante a la gente común. A la frustración personal que esto produjo se sumó el distanciamiento de los partidos políticos, acusados de haberse inclinado ante los mercados, de no haber hecho lo suficiente para combatir la corrupción en sus filas y de parecer más preocupados por contestar ingeniosamente a los ataques de su rival que en hablarle con transparencia y claridad a la ciudadanía. La irritación se apoderó de los jóvenes y estalló la Spanish revolution, la larga acampada de “indignados” en las principales plazas de varias ciudades del país, y de sus emuladores en Grecia, Portugal e Italia. A pesar de la sintonía estética y retórica con Mayo del ’68, la revuelta de los indignados tiene grandes diferencias. Mayo del ’68 triunfó allí donde podía triunfar. Cohn-Bendit salió expulsado de Francia a sumergirse en el ambiente contracultural de Frankfurt, y desde allí vivió su vida como quiso, en sintonía con sus deseos, valores e intereses. No era todo lo que esperaba, desde luego, pues no logró acabar con la burocracia del Estado ni con el alienante sistema que mataba las emociones de los jóvenes, pero tampoco le fue mal. El y sus camaradas lograron ampliar los márgenes de libertad del individuo y legitimar la búsqueda del placer y el éxtasis emocional como una de las metas fundamentales del ser humano. De paso, contribuyeron a deslegitimar el Estado de Bienestar, el consumo y la riqueza, como si fueran una maldición que hacía más autoritarias a las élites y más conformes a los jóvenes y a los obreros. Esa pelea del izquierdismo anarquista y vanguardista contra todas las conquistas de la izquierda sindical, tuvo una consecuencia impensada: una nueva revuelta de jóvenes indignados, que cuarenta años después tratan de recuperar todo aquello que la generación de Cohn-Bendit despreciaba como algo alienante y opresor. En las plazas de Madrid, Barcelona o Sevilla, las parejas de novios comparten carpa, fuman porros y bailan reggae en sesiones programadas por algún dj. Estos jóvenes no quieren cambiar su estilo de vida; tampoco piden mayor libertad sexual ni más espacios lúdicos. Piden lo contrario de lo que pedían los sesentayochistas. Quieren entrar en el sistema alienante, quieren un Estado de Bienestar tan burocrático como deba serlo siempre y cuando garantice educación, salud y prestaciones de desempleo; quieren un trabajo estable y perspectivas económicas que les permitan proyectarse hacia el futuro con algún grado de certeza. Antes había que hacer un gran esfuerzo para rechazar las costumbres y estilos de vida de la burguesía; hoy, por lo visto, lo difícil es ser burgués, así se tengan todas las credenciales para serlo –carreras universitarias, posgrados, viajes, intercambios, compromiso ciudadano–. Todo lo que rechazaron los vanguardistas, desde las carreras profesionales hasta un futuro asegurado, pasando por la propiedad y el reconocimiento social, es lo que ahora piden los jóvenes. Ya probaron una vida libérrima; ya probaron la crisis de autoridad en los colegios y universidades; ya probaron las excitantes aventuras que ofrece una vida al margen, sin nada garantizado, con todo en contra, y no les gustó. No se convirtieron en superhombres, como hubiera pronosticado Nietzsche, sino en desempleados frustrados que no pudieron lograr aquello que más anhelan: tener una casa y un trabajo, ser ciudadanos modelo que se preocupan por el medio ambiente, conviven amistosamente con sus vecinos inmigrantes y pagan cumplidamente sus impuestos. Uno de los lemas colgado en la Plaza del Sol recogía con acierto este sentimiento: “No somos antisistema, el sistema es antinosotros”. Otra paradoja es que la revuelta de los indignados ha encontrado inspiración en Stéphane Hessel, un hombre nacido en 1917 que forma parte de la generación contra la que se rebelaron Debord, Vaneigem, Cohn-Bendit, Riesel y los demás sesentayochistas. Hessel ha presenciado prácticamente todo el revoltoso siglo XX. Fue testigo de las secuelas desastrosas de la Primera Guerra Mundial, sufrió las consecuencias de la Segunda, militó en la Resistencia francesa y luego participó en la escritura de la Declaración de los Derechos Humanos, es decir, fue una de las personas que contribuyó directamente a que el período que empezó en 1945, tras el ocaso del nazismo, fuera el más pacífico y próspero de la historia europea. Apelando a las luchas morales y al ejemplo de Hessel, los indignados europeos se han rebelado contra la revoltosa generación de Cohn-Bendit, lo cual, desde luego, no deja de ser irónico. Es como si vieran en Hessel al abuelo que se sacrificó para que ellos tuvieran un mundo más decente y próspero, pero que tuvo la mala suerte de engendrar hijos díscolos e irresponsables que, dando por sentado que todo lo bueno duraría, echaron a perder las conquistas más envidiables del sistema de bienestar europeo. Y en efecto, los situacionistas y los seguidores de Cohn-Bendit fueron grandes maestros existenciales que enseñaron a las generaciones futuras a sacar provecho a la esfera privada de sus vidas, pero que no tuvieron nada que decir ante los asuntos públicos. “Lo personal es lo político”, “hay que cambiar las conciencias para que cambie el mundo”; en eso se agotaban las aportaciones al debate social de los vanguardistas del primer tiempo de la revolución cultural. Con ello no sólo se olvidaron de los problemas compartidos, sino que dieron pie para que surgiera una inesperada y nueva forma de puritanismo y control de las vidas privadas. Hacia la última década del siglo XX se invirtió la fórmula: si lo personal era lo político, entonces se podía juzgar la vida pública de las personas a partir de lo que hicieran en su intimidad. Una nueva generación de censores chismosos y amarillistas se sintió autorizada para hurgar en la vida privada de los políticos, deportistas y rostros públicos en general, para garantizar que no ocultaran vicios que pudieran sembrar dudas sobre su probidad y honestidad pública. A los profesores universitarios les tocó convertirse en estatuas ciegas y prácticamente mudas, autorizadas, como mostraron David Mamet en Oleana y Philip Roth en La mancha humana, a hablar sólo en los léxicos aprobados por estos nuevos censores. Decenas de personas honradas y decentes cayeron en desgracia por esta nueva forma de control, centrado, como querían los yippies, única y exclusivamente en la vida privada, entre ellos Eliot Spitzer, gobernador de Nueva York, Tiger Woods y el mismo Bill Clinton. No hay un espectáculo que más deleite a los medios de comunicación que ése: la vida íntima revelada hasta quedar convertida en pornografía, la abyección del incriminado disculpándose ante la sociedad (cuando no es a ella a quien tiene que rendir cuentas por lo que hace o no hace bajo las sábanas) y la confirmación de que sí, en efecto, lo personal es lo político y no importa que alguien desfalque, estafe, robe, manipule, especule, negocie con dictadores, destruya el medio ambiente y tenga todo tipo de comportamientos públicos reprobables, si al mismo tiempo mantiene una casta, ultraconservadora e intachable vida privada. Este ha sido uno de los golpes de la vanguardia al liberalismo. Lo personal no es lo político. Esta separación es, justamente, la que permite tener una vida íntima, resguardada de las miradas fisgonas y censoras, donde se puede vivir según los propios valores, deseos y caprichos. Y esta vida nada tiene que ver con el desempeño profesional y el compromiso público del implicado. Con quién se acueste o qué consuma nada tiene que ver con su habilidad y honestidad para desempeñarse como médico, psicólogo, abogado, político o periodista.Pero volvamos a las plazas de España. ¿Qué piden los indignados? Todo, desde luego, como buenos rebeldes, y las urnas que han instalado en sus campamentos reciben cualquier tipo de sugerencia y petición. Entre el mar de propuestas es lógico que algunas sean atinadas y otras absurdas, meros engendros de la insatisfacción, la ignorancia y el deseo. Les indigna, por ejemplo, la sumisión del poder político al económico, y en eso no están descarrilados. “No debemos permitir que el poder económico domine al político; y si es necesario, deberá combatírselo hasta ponerlo bajo el control del poder político.” Estas palabras no las dijo un indignado; tampoco un marxista, un anarquista o un militante antiglobalización. Las dijo Karl Popper en su principal obra, La sociedad abierta y sus enemigos, una magistral exploración del pensamiento determinista donde criticaba, precisamente, la forma en que Marx asumía que el verdadero poder estaba en las máquinas y en las relaciones económicas de clase. La actitud despectiva hacia el poder político y la ponderación excesiva de la economía no es una máxima neoliberal, es uno de los rasgos del marxismo. Popper combatió este economicismo porque allí se incubaban el determinismo y su corolario, la imposibilidad del reformismo democrático. Que los indignados persigan este fin es provechoso, precisamente porque combate una sensación que embarga a las sociedades tras la crisis económica de 2008, la de que una fuerza superior, una peste inatajable o en todo caso un ente abstracto que escapa al entendimiento y control, está determinando sus vidas. Las maniobras económicas globales les cierran las puertas del mercado laboral, les quitan o les impiden tener vivienda y les privan de beneficios sociales que creían intocables. Todo esto mientras los directamente implicados en la debacle económica siguen viviendo en el Olimpo. Desde luego que esto indigna. Y la receta popperiana para contrarrestar estas fuerzas ocultas, en apariencia ingobernables, siempre es saludable: “El progreso reside en nosotros, en nuestro desvelo, en nuestros esfuerzos, en la claridad con que concibamos nuestros fines y en el realismo con que los hayamos elegido”. No hay duda de que los indignados han demostrado fuerza, coraje y determinación. El problema está en la claridad y el realismo de sus fines.Desde luego que han acertado en muchas de sus críticas. Les disgusta un sistema electoral que perpetúa el bipartidismo y estrecha el camino de los partidos nacionales minoritarios. No les gustan, tampoco, las relaciones peligrosas que hay entre el poder ejecutivo y el judicial. Aunque no son los primeros en alertar sobre estas irregularidades, es sano que los jóvenes las tengan presentes. Ahora bien, dejando a un lado la vitalidad y lo positivo que tiene el reencuentro juvenil con la política, buena parte de las demandas concretas que han elaborado los indignados impide a cualquier político responsable tomarlas en serio. Popper hablaba del realismo de los fines porque luchar por una meta utópica en política era, finalmente, dar un largo rodeo para llegar al mismo sitio, cansado y derrotado.Lo primero a tener en cuenta es que no vale la pena rebelarse contra las matemáticas. Puede que sea un gesto poético, lleno de imprudencia vanguardista, pero atenta contra la regla número uno de la política: tener los pies bien anclados en la realidad. Un triunfo hoy significa el colapso de la generación que viene. Propuestas como reducir la jornada laboral, dar ayudas al alquiler, rebajar la edad de jubilación, ampliar las nóminas del personal sanitario y docente, contar con un pujante escuadrón de científicos investigando exclusivamente con fondos públicos y organizar referéndums cada dos por tres, siempre que se deba aprobar alguna medida europea o nacional, pueden ser deseables, desde luego, pero para Estados con las arcas llenas. El poder político no va a conseguir controlar al poder económico a menos que actúe con responsabilidad. Nadie es más vulnerable que el deudor crónico a quien nadie quiere prestar dinero, como ha quedado demostrado recientemente con varios países europeos.Las propuestas que han lanzado para regenerar el sistema democrático tampoco tienen mucho tino. Rebajarle los sueldos a los parlamentarios significa espantar a cualquier persona cualificada de la política para que se vaya a otros ámbitos laborales, donde no se verá inundado de líos judiciales y además cobrará un mejor sueldo. La actividad política debe ser valorada, tanto social como económicamente, para que los más competentes y preparados se sientan motivados a trabajar en el ámbito público. No ocurre siempre así, desde luego, y ya se han arriesgado hipótesis al respecto, pero a quien más debería perjudicar esto es a los partidos. Ojalá que la insatisfacción de los indignados les muestre que es más rentable premiar el estudio y la preparación de sus militantes que el haber servido como decorado en mítines desde los quince años.¿Qué ocurrirá con el movimiento 15-M? Posiblemente no concluya en nada, a menos que salgan del callejón sin salida en el que se han metido. Quieren regenerar la política española; quieren ampliar los márgenes de participación; y quieren, desde luego, que los políticos adopten todas sus propuestas. Pero no están dispuestos a participar en política ni a dialogar con los partidos. En otras palabras, demandan un cambio político y social surgido de un mero acto de voluntad. Y la experiencia muestra que estas revueltas transforman a quienes participan en ellas, no al poder político ni a las instituciones sociales contra las que se levantan. Los líderes de los indignados quizás acaben haciendo política tradicional, o enseñando, o trabajando en una empresa. Esta experiencia los acompañará siempre. No es poca cosa haber congregado a miles de personas. Sabrán siempre que por unos días el viento de la historia les dio directo en el rostro, así el sistema político español hubiera quedado intacto. El 15-M será quizás la última revolución juvenil de un largo siglo de revoluciones juveniles en Occidente. Un siglo que empezó hacia 1909 y que culminó hacia 2011. Casi seis décadas –de 1909 a 1968– en busca del futuro, otras tres tratando de hallar y gozar el presente, y ahora en busca del pasado.
Por Carlos Granés. Antropólogo social y escritor
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