Un sol de fuego, violenta luz jamás vista en el mundo, se eleva lentamente, rompe el cielo y se derrumba. Tres días después, otro sol de soles revienta sobre el Japón. Debajo quedan las cenizas de dos ciudades, un desierto de herrumbre, muchos miles de muertos y más miles de condenados a morir de a pedazos a lo largo de los años que vienen.
Estaba la guerra casi acabada, ya liquidados Hitler y Mussolini, cuando el presidente Harry Truman dio la orden de arrojar las bombas atómicas sobre las poblaciones civiles de Hiroshima y Nagasaki. En los Estados Unidos, un clamor nacional exigía la pronta aniquilación del Peligro Amarillo. Ya era hora de acabar de una buena vez con los humos imperiales de este arrogante país asiático jamás colonizado por nadie. Ni muertos son buenos, decía la prensa, estos monitos traicioneros.
Ahora no caben dudas. Hay un gran vencedor entre los vencedores. Los Estados Unidos emergen de la guerra mundial intactos y más poderosos que nunca. Actúan como si todo el planeta fuera su trofeo.
“Memorias del Fuego”, Eduardo Galeano
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