Foto: Gabriel Díaz. Del libro Muertes menores |
En las estaciones de Retiro y Constitución, amuchados en defensa propia. Surfeando los pasamanos, en las escaleras mecánicas. Trepándolas a contramano, un módico gesto contra los buenos del mundo. Compartiendo el tetra alegre o el poxirán. Yertos sobre nada, en la vereda dura, como para que no sepamos si están vivos (es sólo para jodernos). Bajo los puentes de las autopistas, en sus dormideros. Rodeados de bolsas de polietileno y de sus curiosas pertenencias. Cuanto más estragados, más difícil asignarles edad; los ojos expresan más vacío que dureza. No hay recuperación económica que los haya rozado, ni Estado autoritario que haya podido esconderlos, ni política social que haya pretendido rescatarlos, ni empatía con la que pretender quererlos, ni lástima o compasión posible, ni amorosa oenegé que los acaricie.
No se trata de los indigentes ni de los puros chicos de la calle. Se trata de los más destruidos entre los hechos polvo: nuestros opas urbanos.
En literaturas de provincias y de la campiña uruguaya solía usarse esa palabra, que en nuestras ciudades también se emplea pero ya con pérdida de su sabor criollo: la palabra “opa”.
José Luis Landriscina, en relatos humorísticos que no tenían remate pero sí un bello modo de narrar, solía contar chistes de opas con una ternura que presumiblemente hoy no compensaría algún cargo por discriminación. Los opas que criban Buenos Aires y ofenden los presurosos ojos emanan con su sola presencia el grito más salvaje contra toda corrección política, la más dolorosa muestra de violencia cotidiana.
Son chicos-pibes-muchachos y también madres que puede que tengan 28 años pero que pintan de 55. Todos hechos recontra pelota. Recuerdan oscuros cuadros medievales o fantasmas de algún relato de ciencia-ficción en ciudad cataclismática. Son los muertos vivos de la historia económica y social de la Argentina. Si es arduo reconocer su edad, imposible rastrear o conocer sus historias, saber de quién son hijos, si lo son de tarados anteriores, si vienen del conurbano, si duermen en nichos invisibles, cómo se alimentan, con qué se papean si es que es eso, cuánto durarán sus vidas, cómo y cuándo morirán, quiénes recogerán, no sus almas, sus cuerpos.
Exteriormente puede que tengan algún rasgo del fierita argentino: el pelo rapado por algún sitio, el piercing intimidante, el gorro con la visera invertida, los pantalones raperos, el ademán lento o imperioso, el vocabulario corto, el hablar pastoso, la mirada perdida o lastimera o tierna o babosa o asesina. La violencia no proviene sólo de la elemental “situación de calle” en la que viven (es en la calle, por otro lado, donde se contienen, donde les pasa la vida) ni de la posibilidad de que se agarren a trompadas en el tramo peatonal de Lavalle. No es exclusivamente la violencia por injusticia de la que hablaban nuestros curitas villeros en los ’70. Tampoco es por si le arrebatan el celular y las monedas a la piba que viene de la clase de Educación Física. Es una violencia originaria, primitiva, nuestra, un horrible relato del presente, querer salir de acá.
Son las periferias perdidas del ejército infernal que laboriosamente comenzó a tejer nuestra sociedad desde hace tanto tiempo. Desde el Rodrigazo del ’75, desde la violencia del Proceso y Martínez de Hoz, desde los ’90, desde que se planificó la miseria.
Va de nuevo: no son simplemente los muy pobres, los NBI. Son entre ellos los que están peor, los que perdieron todo y la mitad del cerebro. No son los empeñosos cartoneros que empujan el carro que cruza Pueyrredón y Santa Fe a medianoche. No son los que piden guita o entregan una estampita a cambio de un beso en el subte.
Definitivamente no son aquellos linyeras de décadas remotas. Son como ultraveteranos de alguna guerra, infinitamente erosionados por el sufrimiento y la nada.
A un costado de la iglesia de Guadalupe hay tres de ellos. La mujer de edad indescifrable tropieza con la caja de tetra y la voltea y el vino se derrama. El más joven de los dos hombres le planta cara, mal. La caga a puteadas. El mayor se acerca. La abraza. Ella llora.
No se trata de los indigentes ni de los puros chicos de la calle. Se trata de los más destruidos entre los hechos polvo: nuestros opas urbanos.
En literaturas de provincias y de la campiña uruguaya solía usarse esa palabra, que en nuestras ciudades también se emplea pero ya con pérdida de su sabor criollo: la palabra “opa”.
José Luis Landriscina, en relatos humorísticos que no tenían remate pero sí un bello modo de narrar, solía contar chistes de opas con una ternura que presumiblemente hoy no compensaría algún cargo por discriminación. Los opas que criban Buenos Aires y ofenden los presurosos ojos emanan con su sola presencia el grito más salvaje contra toda corrección política, la más dolorosa muestra de violencia cotidiana.
Son chicos-pibes-muchachos y también madres que puede que tengan 28 años pero que pintan de 55. Todos hechos recontra pelota. Recuerdan oscuros cuadros medievales o fantasmas de algún relato de ciencia-ficción en ciudad cataclismática. Son los muertos vivos de la historia económica y social de la Argentina. Si es arduo reconocer su edad, imposible rastrear o conocer sus historias, saber de quién son hijos, si lo son de tarados anteriores, si vienen del conurbano, si duermen en nichos invisibles, cómo se alimentan, con qué se papean si es que es eso, cuánto durarán sus vidas, cómo y cuándo morirán, quiénes recogerán, no sus almas, sus cuerpos.
Exteriormente puede que tengan algún rasgo del fierita argentino: el pelo rapado por algún sitio, el piercing intimidante, el gorro con la visera invertida, los pantalones raperos, el ademán lento o imperioso, el vocabulario corto, el hablar pastoso, la mirada perdida o lastimera o tierna o babosa o asesina. La violencia no proviene sólo de la elemental “situación de calle” en la que viven (es en la calle, por otro lado, donde se contienen, donde les pasa la vida) ni de la posibilidad de que se agarren a trompadas en el tramo peatonal de Lavalle. No es exclusivamente la violencia por injusticia de la que hablaban nuestros curitas villeros en los ’70. Tampoco es por si le arrebatan el celular y las monedas a la piba que viene de la clase de Educación Física. Es una violencia originaria, primitiva, nuestra, un horrible relato del presente, querer salir de acá.
Son las periferias perdidas del ejército infernal que laboriosamente comenzó a tejer nuestra sociedad desde hace tanto tiempo. Desde el Rodrigazo del ’75, desde la violencia del Proceso y Martínez de Hoz, desde los ’90, desde que se planificó la miseria.
Va de nuevo: no son simplemente los muy pobres, los NBI. Son entre ellos los que están peor, los que perdieron todo y la mitad del cerebro. No son los empeñosos cartoneros que empujan el carro que cruza Pueyrredón y Santa Fe a medianoche. No son los que piden guita o entregan una estampita a cambio de un beso en el subte.
Definitivamente no son aquellos linyeras de décadas remotas. Son como ultraveteranos de alguna guerra, infinitamente erosionados por el sufrimiento y la nada.
A un costado de la iglesia de Guadalupe hay tres de ellos. La mujer de edad indescifrable tropieza con la caja de tetra y la voltea y el vino se derrama. El más joven de los dos hombres le planta cara, mal. La caga a puteadas. El mayor se acerca. La abraza. Ella llora.
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