En el Santiago del Estero profundo, decenas de campesinos son desalojados por funcionarios y abogados locales que venden sus tierras mediante estafas. Durante la última década, allí, se duplicó la superficie cultivada con soja.
Luchar, organizarse y trabajar para quedarse”, dice Antonio, mientras Susana asiente desde el Lote 38, en pleno campo, a más de tres horas de Santiago del Estero capital. Muy lejos de las plazoletas Conquista del Desierto, con el busto de Roca, tachado y renombrado “De los pueblos originarios”; muy lejos también del Hotel Carlos V, construido en “homenaje” al polémico ex gobernador santiagueño, Carlos Juárez.
A Antonio y Susana, la resistencia les sale naturalmente. Crecieron en el campo, su único hogar. Entre siete familias pudieron conseguir el título de propiedad sobre 100 hectáreas. Sus padres trabajaban y tenían casa y un pedazo de tierra para cosechar sus alimentos en estancias vecinas, pero sus hijos no pudieron heredarlas: el dueño se había encargado, antes de despedirlos, de hacerles firmar una hoja en blanco; esos garabatos que más tarde “adornaron” el papel era, finalmente, la sentencia de desalojo.
“Está quedando poco lugar para los animales y para nosotros”, cuenta Susana, ahora es Antonio el que asiente. Desde hace más de veinte años que viven en el 38. Santiago guarda la lógica inglesa de un tren que iba y venía constantemente desde el este y el oeste de la provincia, encontrándose en Añatuya. Ahora, cada 20 metros lo único que queda son los pueblos de cada estación: lote 28, lote 30, lote 32, etcétera.
Los alambrados –esa muestra concreta y física que marca la compra de campos donde vivían los vecinos que decidieron ir al pueblo y ahora son propiedad privada– están cercando a los pequeños productores. Esa única tierra atravesada por miles de hilos de metal tensado también marcan amplias diferencias: las tranqueras de tierras privadas son de quebracho colorado, un árbol que desde el siglo pasado está en proceso de extinción. Dentro de sus cercas electrificadas (más que para que no se vayan los animales parecen hechas para que no se metan personas), el campo está desmontado. Sólo dos árboles de pie quedan de uno y otro lado de la casa, haciendo sombra. “Esto es todo campo sucio”, recuerda Antonio que le contestó un empresario, cuando lo enfrentaron buscando que deje de talar. Sin embargo, no piensan en vender jamás. “Nos la rebuscaremos de cualquier manera, pero nos quedamos acá.”
La primera medida que tomaron entre las siete familias fue la de construir un pozo de agua para consumo, porque en esas zonas de regadíos la evaporación del agua deja excesiva cantidad de sales, provocando el deterioro de la tierra y del agua.
Según el observatorio de la Red Agroforestal Chaco Argentina (Redaf), en Santiago la superficie sembrada con soja se duplicó entre los años 2000 y 2011, pasando de 530 mil hectáreas sembradas a un millón. Sin embargo, en esa provincia, la siembra de soja no es el mayor de los problemas, sólo el más visible. Es el algodón el que provoca cada vez mayor cantidad y potencia en las fumigaciones aéreas. Antonio cuenta que hace dos años empezaron a caerse las hojas de los árboles, al mismo tiempo que comenzó la siembra en las estancias vecinas. “Todavía no hicimos nada pero algún día algo tenemos que hacer”, dice como atrapado entre la resignación y el miedo.
Como en una cadena, otro de los problemas que se presenta en la provincia y en todo el Chaco argentino es que los campesinos no tienen ningún lugar donde ir a reclamar. “Aquí en el campo no tenemos apoyo político; y de la iglesia sólo tenemos apoyo espiritual”, dice y se ríe inmediatamente. Sumado a eso, hay dos factores de la misma gravedad: las intimidaciones que sufren todas las semanas –camionetas que pasan y los fotografían, falsos policías que los desalojan, denuncias truchas que les llegan–; y que siempre hay algún miembro de la familia que trabaja –como único y último recurso– en alguna de las estancias en la que están fumigando.
Maíz, zapallo, cabras, vacas y chanchos, de todo eso se alimentan los campesinos del 38. Viven rodeados de “El árbol” –tan importante es el algarrobo que todos los llaman así– y plantaciones. Todo esto custodiado por “el cerramiento”, una prueba piloto que llevan a cabo con los subsidios otorgados por la Ley de Bosques. La 26.331 establece normas y recursos económicos para el manejo sostenible de los bosques nativos y de los servicios ambientales que ellos brindan a la sociedad. El proceso comienza con el cerramiento para cuidar una porción del pasto del avance de los animales, para que se vuelva a regenerar. La ley, que empieza a contemplar la recuperación, sigue destinando subsidios, y la regeneración produce nuevamente el forraje de los árboles. Según la Redaf, antes de la entrada en vigencia de Bosques, la Secretaría de Ambiente y Desarrollo Sustentable de la Nación señalaba que entre 1998 y 2006 (en pleno boom sojero) la superficie deforestada a nivel nacional alcanzaba casi tres millones de hectáreas, a razón de más de 280 mil por año, una cada dos minutos. “Pero cuando la tenencia de la tierra no es clara, los fondos no bajan y la protección sigue sin ser suficiente”, aclaran los campesinos.
En el lote 32, Nacho y Marta de la Mesa Zonal de Tierras (Mezat) llevan ocho años de lucha frente a problemas similares. Sufren más las persecuciones al tratar de salvar el quichua, una lengua norteña que está muriendo.
La ley de posesión veinteañal les otorgó, en conjunto con otras 10 familias, la titularidad de 100 hectáreas. ¿Poco?
–Nosotros somos amigables con el medio ambiente, no necesitamos desmontar todo –dice Marta–. Entonces depende del juez que nos toque para otorgue o no mayor cantidad de tierra.
–Por eso, perdimos muchos juicios, porque como no ven desmonte aseguran que no estamos haciendo nada, que no estamos trabajando la tierra, y nos dan sólo la porción de tierra en donde tenemos nuestras casas –cuenta Nacho.
–Nos mandan gente, supuestos expertos, que sugieren que saquemos algunos árboles porque no sirven, pero sí sirven. En invierno, son el alimento de los animales –dice Marta–. La cuenta es simple: en los veranos de Santiago, se concentra el forraje porque llueve, pero en invierno no queda nada. La pastura puede salir con la lluvia, pero llega un momento en que se termina. Ahí aparecen esos árboles que muchos consideran inservibles, pero que los campesinos defienden sea como sea.
A Antonio y Susana, la resistencia les sale naturalmente. Crecieron en el campo, su único hogar. Entre siete familias pudieron conseguir el título de propiedad sobre 100 hectáreas. Sus padres trabajaban y tenían casa y un pedazo de tierra para cosechar sus alimentos en estancias vecinas, pero sus hijos no pudieron heredarlas: el dueño se había encargado, antes de despedirlos, de hacerles firmar una hoja en blanco; esos garabatos que más tarde “adornaron” el papel era, finalmente, la sentencia de desalojo.
“Está quedando poco lugar para los animales y para nosotros”, cuenta Susana, ahora es Antonio el que asiente. Desde hace más de veinte años que viven en el 38. Santiago guarda la lógica inglesa de un tren que iba y venía constantemente desde el este y el oeste de la provincia, encontrándose en Añatuya. Ahora, cada 20 metros lo único que queda son los pueblos de cada estación: lote 28, lote 30, lote 32, etcétera.
Los alambrados –esa muestra concreta y física que marca la compra de campos donde vivían los vecinos que decidieron ir al pueblo y ahora son propiedad privada– están cercando a los pequeños productores. Esa única tierra atravesada por miles de hilos de metal tensado también marcan amplias diferencias: las tranqueras de tierras privadas son de quebracho colorado, un árbol que desde el siglo pasado está en proceso de extinción. Dentro de sus cercas electrificadas (más que para que no se vayan los animales parecen hechas para que no se metan personas), el campo está desmontado. Sólo dos árboles de pie quedan de uno y otro lado de la casa, haciendo sombra. “Esto es todo campo sucio”, recuerda Antonio que le contestó un empresario, cuando lo enfrentaron buscando que deje de talar. Sin embargo, no piensan en vender jamás. “Nos la rebuscaremos de cualquier manera, pero nos quedamos acá.”
La primera medida que tomaron entre las siete familias fue la de construir un pozo de agua para consumo, porque en esas zonas de regadíos la evaporación del agua deja excesiva cantidad de sales, provocando el deterioro de la tierra y del agua.
Según el observatorio de la Red Agroforestal Chaco Argentina (Redaf), en Santiago la superficie sembrada con soja se duplicó entre los años 2000 y 2011, pasando de 530 mil hectáreas sembradas a un millón. Sin embargo, en esa provincia, la siembra de soja no es el mayor de los problemas, sólo el más visible. Es el algodón el que provoca cada vez mayor cantidad y potencia en las fumigaciones aéreas. Antonio cuenta que hace dos años empezaron a caerse las hojas de los árboles, al mismo tiempo que comenzó la siembra en las estancias vecinas. “Todavía no hicimos nada pero algún día algo tenemos que hacer”, dice como atrapado entre la resignación y el miedo.
Como en una cadena, otro de los problemas que se presenta en la provincia y en todo el Chaco argentino es que los campesinos no tienen ningún lugar donde ir a reclamar. “Aquí en el campo no tenemos apoyo político; y de la iglesia sólo tenemos apoyo espiritual”, dice y se ríe inmediatamente. Sumado a eso, hay dos factores de la misma gravedad: las intimidaciones que sufren todas las semanas –camionetas que pasan y los fotografían, falsos policías que los desalojan, denuncias truchas que les llegan–; y que siempre hay algún miembro de la familia que trabaja –como único y último recurso– en alguna de las estancias en la que están fumigando.
Maíz, zapallo, cabras, vacas y chanchos, de todo eso se alimentan los campesinos del 38. Viven rodeados de “El árbol” –tan importante es el algarrobo que todos los llaman así– y plantaciones. Todo esto custodiado por “el cerramiento”, una prueba piloto que llevan a cabo con los subsidios otorgados por la Ley de Bosques. La 26.331 establece normas y recursos económicos para el manejo sostenible de los bosques nativos y de los servicios ambientales que ellos brindan a la sociedad. El proceso comienza con el cerramiento para cuidar una porción del pasto del avance de los animales, para que se vuelva a regenerar. La ley, que empieza a contemplar la recuperación, sigue destinando subsidios, y la regeneración produce nuevamente el forraje de los árboles. Según la Redaf, antes de la entrada en vigencia de Bosques, la Secretaría de Ambiente y Desarrollo Sustentable de la Nación señalaba que entre 1998 y 2006 (en pleno boom sojero) la superficie deforestada a nivel nacional alcanzaba casi tres millones de hectáreas, a razón de más de 280 mil por año, una cada dos minutos. “Pero cuando la tenencia de la tierra no es clara, los fondos no bajan y la protección sigue sin ser suficiente”, aclaran los campesinos.
En el lote 32, Nacho y Marta de la Mesa Zonal de Tierras (Mezat) llevan ocho años de lucha frente a problemas similares. Sufren más las persecuciones al tratar de salvar el quichua, una lengua norteña que está muriendo.
La ley de posesión veinteañal les otorgó, en conjunto con otras 10 familias, la titularidad de 100 hectáreas. ¿Poco?
–Nosotros somos amigables con el medio ambiente, no necesitamos desmontar todo –dice Marta–. Entonces depende del juez que nos toque para otorgue o no mayor cantidad de tierra.
–Por eso, perdimos muchos juicios, porque como no ven desmonte aseguran que no estamos haciendo nada, que no estamos trabajando la tierra, y nos dan sólo la porción de tierra en donde tenemos nuestras casas –cuenta Nacho.
–Nos mandan gente, supuestos expertos, que sugieren que saquemos algunos árboles porque no sirven, pero sí sirven. En invierno, son el alimento de los animales –dice Marta–. La cuenta es simple: en los veranos de Santiago, se concentra el forraje porque llueve, pero en invierno no queda nada. La pastura puede salir con la lluvia, pero llega un momento en que se termina. Ahí aparecen esos árboles que muchos consideran inservibles, pero que los campesinos defienden sea como sea.
¿Legal? Antes de conseguir la titularidad de las tierras, el acoso a los campesinos era constante e invasivo. “Cuando nos levantábamos a la mañana temprano, encontrábamos gente bien vestida frente a la casa. Nos pedían documentos dentro de nuestro campo, nos decían que nos teníamos que presentar a la comisaría, que teníamos denuncias hechas por robo de postes o marcar leña para vender, y así justificar la entrada al campo.” Pero los abogados que los acompañan en las diversas organizaciones campesinas les aseguraban que hasta que no llegara alguna citación no tendrían que ir a ningún lado. Son muchos los casos en que la familia entera –entre seis y ocho personas, grandes y chicos– van resignados hacia la comisaría, que en el mejor de los casos queda a 50 kilómetros, caminando al costado de la ruta y que cuando vuelve se encuentra con restos quemados de su casa y pertenencias.
“Otras formas de desalojo son el desmonte alrededor y la fumigación”, cuenta Nacho. Hasta el momento, lo más grave que sufrieron fueron vómitos “por intoxicación”, como dicen los médicos en el hospital.
-Los empresarios justifican a los agrotóxicos diciendo que los usan para matar malas hierbas, que para nosotros no lo son –cuenta Nacho.
–Y además, los aviones cruzan de lado a lado sin cortar cuando termina su campo –agrega la mujer-. Ellos no conciben nuestra agricultura: nosotros no usamos venenos. Nuestro modelo productivo es el manejo sustentable de la naturaleza. Sí podemos llegar a convivir con el modelo que ellos tienen, pero basta de fumigarnos y de desmontar -pide Marta.
“Otras formas de desalojo son el desmonte alrededor y la fumigación”, cuenta Nacho. Hasta el momento, lo más grave que sufrieron fueron vómitos “por intoxicación”, como dicen los médicos en el hospital.
-Los empresarios justifican a los agrotóxicos diciendo que los usan para matar malas hierbas, que para nosotros no lo son –cuenta Nacho.
–Y además, los aviones cruzan de lado a lado sin cortar cuando termina su campo –agrega la mujer-. Ellos no conciben nuestra agricultura: nosotros no usamos venenos. Nuestro modelo productivo es el manejo sustentable de la naturaleza. Sí podemos llegar a convivir con el modelo que ellos tienen, pero basta de fumigarnos y de desmontar -pide Marta.
Organización. Cuando en 2004 cayó Juárez, un incendio en las oficinas administrativas se llevó todo, incluidos los mapas catastrales y los registros de titularidad en trámite. Hasta el momento no volvieron a hacer nuevos relevamientos. Por eso, hay campos que se venden tres o cuatro veces, y los nuevos propietarios se dan cuenta cuando los alambrados empiezan a pasar entre medio del campo del vecino.
La Mezat reúne todos estos problemas que se presentan en el campesinado. Las mejoras que se pueden hacer dentro de la ley, las peleas que tienen con los falsos dueños, la policía y la Justicia santiagueña. Todos los días fortalecen su arraigo a la tierra.
Cuando los créditos para pequeños productores se achicaron de cinco a tres hectáreas, o cuando no pudieron acceder a los créditos que gestionó la provincia mandados por Nación, fue la Universidad de Santiago del Estero quien les tendió una mano para hacer los cerramientos. Las maderas cortadas en partes desiguales, que claramente no son de ese quebracho que se está extinguiendo, sino de troncos secos que fueron juntando de los desmontes vecinos, marcan la diferencia entre el paso de la topadora y la tierra que merece ser cuidada por esas manos que saben. “De acá si nos sacan, nos sacan muertos”, repite una y otra vez Nacho, y se queda como tildado, mirando fijo un algarrobo.
La Mezat reúne todos estos problemas que se presentan en el campesinado. Las mejoras que se pueden hacer dentro de la ley, las peleas que tienen con los falsos dueños, la policía y la Justicia santiagueña. Todos los días fortalecen su arraigo a la tierra.
Cuando los créditos para pequeños productores se achicaron de cinco a tres hectáreas, o cuando no pudieron acceder a los créditos que gestionó la provincia mandados por Nación, fue la Universidad de Santiago del Estero quien les tendió una mano para hacer los cerramientos. Las maderas cortadas en partes desiguales, que claramente no son de ese quebracho que se está extinguiendo, sino de troncos secos que fueron juntando de los desmontes vecinos, marcan la diferencia entre el paso de la topadora y la tierra que merece ser cuidada por esas manos que saben. “De acá si nos sacan, nos sacan muertos”, repite una y otra vez Nacho, y se queda como tildado, mirando fijo un algarrobo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario