Cómo la prensa de chimentos desató el debate sobre la complicidad civil
El amorío entre Graciela Alfano y Massera no sólo puso a la farándula bajo la lupa. Cuáles fueron los ejes del comportamiento del espíritu público durante la última dictadura militar. El papel de los medios de ayer y hoy.
La frase fue pronunciada por la señora Graciela Alfano: “¡Que el espía chileno ponga la cara y diga de dónde sacó esto!”. Ella no sabía que al espía chileno lo había despanzurrado un taxi boy el 28 de abril con más de 20 puñaladas. Ese fue el trágico final de Enrique Arancibia Clavel, el agente pinochetista condenado por el asesinato del general Carlos Prats y su esposa, Sofía Curthbert. La señora Alfano tampoco sabía hasta qué punto él había lamentado ser portavoz de esa infidencia: su amorío con el almirante Emilio Massera. “¡Que diga de dónde sacó eso!”, repetía a los gritos la ex vedette.
El tipo, en realidad, accedió a tal información por una fuente no convencional: su propio amante, un bailarín que solía trabajar para Susana Giménez.
El espía chileno –que oficiaba como enlace entre la Dina y el Batallón 601, en el marco del Plan Cóndor– convivía con el otro en un chalet del norte bonaerense. Arancibia fue capturado allí por una patota de la Side en noviembre de 1978 –en medio del conflicto por el canal de Beagle– debido a una obviedad: ser un espía chileno. Allí también fue hallado su valioso archivo. Eran los informes que enviaba a su jefe en Santiago. Uno de aquellos papeles era el que hablaba del romance. Ello hizo que una patota de la Armada tomara cartas en el asunto. Y entre otros padecimientos, al pobre Arancibia le fracturaron los dedos.
A casi tres décadas, sus manos temblorosas aún exhibían las huellas de aquella experiencia. Y él seguía lamentándose.
–Muchos sabían eso sobre Massera –diría, durante el atardecer del martes 21 de agosto de 2007 en un diálogo con el autor de esta nota, tras serle concedida la libertad condicional.
Sus papeles habían sido encontrados a fines de 1985 por la periodista chilena Mónica González en un oscuro depósito de Tribunales. Lo cierto es que desde entonces, la relación entre el almirante y la artista fue difundida en varios medios –entre ellos, las revistas TXT y Caras y Caretas–, pero sin repercusiones a la vista. Bastó, sin embargo, que dicha historia pasara del periodismo de investigación al género de los chimentos para que el asunto explotara. A partir de entonces, como una enorme mancha venenosa, infectaría a otros altos dignatarios de la “familia artística”. Un fenómeno para tener en cuenta. Y un disparador que apunta hacia la sociedad civil.
El tipo, en realidad, accedió a tal información por una fuente no convencional: su propio amante, un bailarín que solía trabajar para Susana Giménez.
El espía chileno –que oficiaba como enlace entre la Dina y el Batallón 601, en el marco del Plan Cóndor– convivía con el otro en un chalet del norte bonaerense. Arancibia fue capturado allí por una patota de la Side en noviembre de 1978 –en medio del conflicto por el canal de Beagle– debido a una obviedad: ser un espía chileno. Allí también fue hallado su valioso archivo. Eran los informes que enviaba a su jefe en Santiago. Uno de aquellos papeles era el que hablaba del romance. Ello hizo que una patota de la Armada tomara cartas en el asunto. Y entre otros padecimientos, al pobre Arancibia le fracturaron los dedos.
A casi tres décadas, sus manos temblorosas aún exhibían las huellas de aquella experiencia. Y él seguía lamentándose.
–Muchos sabían eso sobre Massera –diría, durante el atardecer del martes 21 de agosto de 2007 en un diálogo con el autor de esta nota, tras serle concedida la libertad condicional.
Sus papeles habían sido encontrados a fines de 1985 por la periodista chilena Mónica González en un oscuro depósito de Tribunales. Lo cierto es que desde entonces, la relación entre el almirante y la artista fue difundida en varios medios –entre ellos, las revistas TXT y Caras y Caretas–, pero sin repercusiones a la vista. Bastó, sin embargo, que dicha historia pasara del periodismo de investigación al género de los chimentos para que el asunto explotara. A partir de entonces, como una enorme mancha venenosa, infectaría a otros altos dignatarios de la “familia artística”. Un fenómeno para tener en cuenta. Y un disparador que apunta hacia la sociedad civil.
NOCHE Y NIEBLA. Aún hoy se emite cada tanto el añejo tape de un almuerzo con Mirtha Legrand, grabado en junio de 1978, a poco de concluir el Mundial. En esa ocasión, la conductora, de pronto, soltaría: “El Presidente lloró”. El Presidente era Videla, y sus lágrimas eran de alegría, ante el triunfo de la Selección. Todos allí, en esa mesa televisiva –el actor Claudio Levrino, el cantante Laureano Brizuela y Susana Giménez–, también estaban emocionados, al punto de que la actual diva de los teléfonos no escatimó la oportunidad para fustigar la llamada “campaña antiargentina en el exterior”.
¿Complicidad, sumisión o simple idiotez? Esa es la pregunta.
La dueña de la perra Jazmín evoca ahora aquellos días con sentimientos cruzados: “No supe sobre las atrocidades que se cometían, pero fui perseguida porque mi noviazgo con Carlos Monzón no era bien visto por las autoridades”. Gerardo Sofovich tuvo un problema similar: “¿Vos creés que si yo hubiera sabido algo de los vuelos de la muerte o lo que pasaba en la Esma, hubiera trabajado para ellos?”, le contestó al periodista Camilo García en el programa de Viviana Canosa, antes de aclarar que, hasta 1977, él también estuvo prohibido. Idénticos impedimentos fueron padecidos por otras luminarias, como Moria Casan y la propia señora Legrand: prohibiciones breves y presuntas cacerías de baja intensidad, mientras ignoraban estar viviendo bajo un régimen totalitario. Esa suma de circunstancias no los convierte, desde luego, en criminales de guerra. Pero sí son un reflejo del espíritu público en su conjunto.
Hace unos meses, al cumplirse otro aniversario del golpe militar de 1976, durante una clase especial al respecto en una escuela primaria del barrio de San Cristóbal, un alumno se permitió la siguiente pregunta:
–¿En esa época, la gente podía vestirse como quería?
Había sido hecha por un pibito de 10 años. Su inquietud, en apariencia, trivial, apuntaba en realidad hacia las normativas impuestas sobre la existencia cotidiana. Unas normativas arbitrarias hasta el absurdo, cuyo alcance medía el sometimiento de la sociedad civil al poder militar. Y sin otro propósito que el de despojar a las personas su condición de sujetos responsables de sus actos y elecciones. En resumidas cuentas, así funcionaba la maquinaria psicológica del terror. La intuición de ese pibe lo había percibido. Es que la lógica aplastante de los niños tiene eso, y más si se refiere a un asunto como el que se trataba; es decir: una percepción incontaminada de las cosas, y sin la lectura miserable que frente a estas situaciones suelen trazar algunos adultos.
En tal sentido, el escritor Marcos Aguinis encarna un auténtico caso testigo. El tipo, en su momento, escribió una biografía del almirante Guillermo Brown como homenaje y donación a la Armada, cuando Massera era su máximo cabecilla. Ya en democracia, Aguinis justificaría el destino de esa obra con la siguiente argumentación: “Lo hice para gestionar el paradero y la libertad de gente desaparecida”. No hay constancia, claro, de ninguna víctima del terrorismo de Estado que haya salvado su pellejo gracias a su monografía. Aun así, en la edición del 10 de septiembre de la revista Noticias, el autor de La cruz invertida aluniza en la polémica sobre el rol de la sociedad civil durante la dictadura con una columna cuyo título revela su posición al respecto: “Revisionismo berreta”. Allí, Aguinis afirma que “las ideologías oscurecen la razón”, y que la política actual de derechos humanos pretende “reescribir la historia para eternizar al kirchnerismo”. Como si todo fuera resultado de “una política”, una política basada en juicios sumarísimos y no en la necesidad de desentrañar hasta los efectos más ocultos del terrorismo de Estado en la sociedad civil. Al respecto, los enigmas serían: ¿con que parámetros funcionaba entonces la conciencia colectiva?, ¿cómo se pensaba en medio del genocidio?
¿Complicidad, sumisión o simple idiotez? Esa es la pregunta.
La dueña de la perra Jazmín evoca ahora aquellos días con sentimientos cruzados: “No supe sobre las atrocidades que se cometían, pero fui perseguida porque mi noviazgo con Carlos Monzón no era bien visto por las autoridades”. Gerardo Sofovich tuvo un problema similar: “¿Vos creés que si yo hubiera sabido algo de los vuelos de la muerte o lo que pasaba en la Esma, hubiera trabajado para ellos?”, le contestó al periodista Camilo García en el programa de Viviana Canosa, antes de aclarar que, hasta 1977, él también estuvo prohibido. Idénticos impedimentos fueron padecidos por otras luminarias, como Moria Casan y la propia señora Legrand: prohibiciones breves y presuntas cacerías de baja intensidad, mientras ignoraban estar viviendo bajo un régimen totalitario. Esa suma de circunstancias no los convierte, desde luego, en criminales de guerra. Pero sí son un reflejo del espíritu público en su conjunto.
Hace unos meses, al cumplirse otro aniversario del golpe militar de 1976, durante una clase especial al respecto en una escuela primaria del barrio de San Cristóbal, un alumno se permitió la siguiente pregunta:
–¿En esa época, la gente podía vestirse como quería?
Había sido hecha por un pibito de 10 años. Su inquietud, en apariencia, trivial, apuntaba en realidad hacia las normativas impuestas sobre la existencia cotidiana. Unas normativas arbitrarias hasta el absurdo, cuyo alcance medía el sometimiento de la sociedad civil al poder militar. Y sin otro propósito que el de despojar a las personas su condición de sujetos responsables de sus actos y elecciones. En resumidas cuentas, así funcionaba la maquinaria psicológica del terror. La intuición de ese pibe lo había percibido. Es que la lógica aplastante de los niños tiene eso, y más si se refiere a un asunto como el que se trataba; es decir: una percepción incontaminada de las cosas, y sin la lectura miserable que frente a estas situaciones suelen trazar algunos adultos.
En tal sentido, el escritor Marcos Aguinis encarna un auténtico caso testigo. El tipo, en su momento, escribió una biografía del almirante Guillermo Brown como homenaje y donación a la Armada, cuando Massera era su máximo cabecilla. Ya en democracia, Aguinis justificaría el destino de esa obra con la siguiente argumentación: “Lo hice para gestionar el paradero y la libertad de gente desaparecida”. No hay constancia, claro, de ninguna víctima del terrorismo de Estado que haya salvado su pellejo gracias a su monografía. Aun así, en la edición del 10 de septiembre de la revista Noticias, el autor de La cruz invertida aluniza en la polémica sobre el rol de la sociedad civil durante la dictadura con una columna cuyo título revela su posición al respecto: “Revisionismo berreta”. Allí, Aguinis afirma que “las ideologías oscurecen la razón”, y que la política actual de derechos humanos pretende “reescribir la historia para eternizar al kirchnerismo”. Como si todo fuera resultado de “una política”, una política basada en juicios sumarísimos y no en la necesidad de desentrañar hasta los efectos más ocultos del terrorismo de Estado en la sociedad civil. Al respecto, los enigmas serían: ¿con que parámetros funcionaba entonces la conciencia colectiva?, ¿cómo se pensaba en medio del genocidio?
LA COCOA DE LA MUERTE. Incomoda, obviamente, que después –incluso, décadas después– de una dictadura afloren el estudio y la discusión sobre la complicidad social, junto con el discernimiento de sus respectivos grados de responsabilidad. Es que –tal como enseñó Hannah Arendt– decir que “todos son culpables es una manera de decir que no hay culpables”. Ello lleva al tema hacia otra variación del mismo interrogante: ¿como era la cosmovisión del ciudadano medio? Y también: ¿con qué la alimentaba?
Parte de la respuesta de este enigma está en los archivos fílmicos y las hemerotecas; basta ver programas televisivos de la época; sus películas, alguna publicidad y las notas en diarios y revistas. Allí, en cierta manera, quedó registrado lo que mucha gente pensaba o, al menos, tenía que pensar.
Allí, en las hemerotecas, se puede hallar –por caso– alguna columna de un tal Carlos Burone, cómo la que publicó el 12 de junio de 1978 en la revista Siete Días Ilustrados. En ella describe un encuentro entre Videla y los periodistas extranjeros que cubrieron el Mundial, y dice: Estuve allí y, mientras el Presidente hablaba, reaccioné automáticamente sacando un lápiz para anotar lo que acababa de oír: ‘No concibo un periodismo que ejerza su libertad sin ejercer su responsabilidad’. Es un concepto tan preciso, que basta cambiar la palabra ‘periodista’ por ‘ciudadano’ o, simplemente, ‘hombre’, para encerrar en tan pocas palabras una de las mejores aproximaciones a la esencia de la Democracia, con mayúscula”.
A renglón seguido arremete contra la “subversión apátrida”, denuesta a los gobiernos europeos por sus denuncias contra la junta militar y se compadece de todos los “soldados y policías que no murieron en la cama”. Su texto termina con íntimo desliz: “Es domingo; me encantan los vigilantes con crema pastelera. Además, tomo cocoa, como la que todos los domingos me hacía mi mamá. Además hoy será más divertido, porque corre Reutemann en la Fórmula 1”.
Genocidio y cocoa.
La banalidad del mal en estado puro.
Cosas de la Historia.
Parte de la respuesta de este enigma está en los archivos fílmicos y las hemerotecas; basta ver programas televisivos de la época; sus películas, alguna publicidad y las notas en diarios y revistas. Allí, en cierta manera, quedó registrado lo que mucha gente pensaba o, al menos, tenía que pensar.
Allí, en las hemerotecas, se puede hallar –por caso– alguna columna de un tal Carlos Burone, cómo la que publicó el 12 de junio de 1978 en la revista Siete Días Ilustrados. En ella describe un encuentro entre Videla y los periodistas extranjeros que cubrieron el Mundial, y dice: Estuve allí y, mientras el Presidente hablaba, reaccioné automáticamente sacando un lápiz para anotar lo que acababa de oír: ‘No concibo un periodismo que ejerza su libertad sin ejercer su responsabilidad’. Es un concepto tan preciso, que basta cambiar la palabra ‘periodista’ por ‘ciudadano’ o, simplemente, ‘hombre’, para encerrar en tan pocas palabras una de las mejores aproximaciones a la esencia de la Democracia, con mayúscula”.
A renglón seguido arremete contra la “subversión apátrida”, denuesta a los gobiernos europeos por sus denuncias contra la junta militar y se compadece de todos los “soldados y policías que no murieron en la cama”. Su texto termina con íntimo desliz: “Es domingo; me encantan los vigilantes con crema pastelera. Además, tomo cocoa, como la que todos los domingos me hacía mi mamá. Además hoy será más divertido, porque corre Reutemann en la Fórmula 1”.
Genocidio y cocoa.
La banalidad del mal en estado puro.
Cosas de la Historia.
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